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La última serie sobre Jane Austen llegó a España de la mano de la BBC a principios de este mes, y, dado que se ha basado en una obra de ficción, y que es una bonita historia con una actriz carismática y hermosa ha contribuido a añadir aún más confusión sobre la figura de la autora; a lo que veo por las preguntas y comentarios que me llegan, ha sido del agrado de mucha gente, y eso está bien, siempre que recuerden que las novelas son recreaciones mejor o peor escritas, bellas y convincentes mentiras creativas y, en algunos casos, manipulaciones interesadas del pasado.

Pero esta serie, “Miss Austen”, me permite retomar una figura que cada vez me interesa más y por la que muchos lectores sienten antipatía o una cierta condescendencia porque identifican inmediatamente con la señora Bennet de Orgullo y prejuicio: la madre de Jane Austen, Cassandra. En sus cartas Jane habla de ella con el hartazgo de una hija que convive con una mujer mayor, algo histriónica, hipocondríaca, y juega con la complicidad de la hermana que conocía la situación al dedillo, y que la llevaba con mayor paciencia. Los nietos describen que en un momento dado la señora Austen descargó en sus hijas las responsabilidades de la casa y que se retiró. A partir de ese momento se colocó en una posición en la que cuidarían de ella. Algunas biógrafas dejan entrever su egoísmo al obrar así, su falta de consideración hacia hijas y nueras y cómo esos cuidados pudieron privarnos de que Jane se centrara por completo en la escritura y nos legara más novelas.

Pero una mirada más cautelosa nos revela otra cuestión: es cierto que Jane cuidaba de su madre, aunque esa tarea recaía por lo general en Martha Lloyd, una amiga que, al quedarse huérfana, pasó vivir con la familia. Y una de las razones de ese arreglo es que, al ocuparse alguien de la madre, las dos hijas quedaban liberadas para una de sus tareas habituales, el acompañamiento de las cuñadas durante la fase final de sus embarazos, el parto y el confinamiento posterior. Se esperaba de ellas, que recibían una pequeña renta de cada uno de los hermanos, que devolvieran ese pago en servicios. Y Cassandra hija y Jane lo amortizaron con creces.

De hecho, cuando el padre de Jane Austen, el reverendo de Steventon, se retiró para dejar su puesto y su rectoría a su hijo mayor, hubo una cierta sorpresa pero ningún cuestionamiento. Contaba con 69 años, y el resto de su vida se dedicó al descanso, la vida social en Bath y al cuidado de su salud. Había trabajado mucho, con dos rectorías a su cargo, las gestiones de su granja, el internado organizado en su casa, los sermones, las obligaciones que requería su cargo.

A su lado, la señora Austen dio a luz a ocho hijos; cuidó de su marido, del niño de unos parientes que quedó a su cargo y que lamentablemente murió, supervisó de cerca los cuidados que recibían un hermano y un hijo suyos, ambos con capacidades diferentes y ubicados con otra familia. Se encargó de los aspectos domésticos de la rectoría; se ocupó de los muchachos del internado, a los que mimaba cuando estaban enfermos y consolaba cuando estaban tristes, de su corral de gallinas y del huerto, de zurcir, remendar y coser, de las visitas sociales, los romances de los hijos y las desilusiones de las hijas. Hospedó de manera casi constante a parientes, mantuvo una nutrida correspondencia con todos ellos, crió a su segunda nieta, Anna, compuso versos, animó a que los hijos escribieran y representaran obras de teatro en la casa. Cuando le entregó a sus hijas las llaves del gobierno del hogar también ella contaba con 70 años.

Que se había ganado el derecho a descansar no lo pone nadie en duda; es el que lo reclamara lo que sorprende, y lo que es, sin duda, juzgado con mayor severidad. Llama la atención, aún hoy, que se permitiera no solo ser cuidada sino hacerlo con su espacio para el miedo, la aprensión física y las extravagancias. Cassandra Austen había presenciado la muerte de su hermana, de su cuñada y de varias de sus nueras por enfermedad, por las consecuencias del parto o por contagio al velar a otros enfermos. Sobreviviría a dos de sus hijos, muertos ya adultos. Cuando enviudó, peregrinó por varios hogares, sin estabilidad ni la seguridad de que sus hijos se hicieran cargo de ella. No es de extrañar que se sintiera vulnerable, que ansiara descansar, incluso que la malcriaran un poco.

Sabemos de ella que era inteligente y vivaz, ingeniosa y un poco exagerada, afectuosa, franca y parcial. Que su esposo gozaba de la reputación de ser muy atractivo, mientras ella había perdido los dientes con los embarazos y partos, y que envejeció prematuramente. Que sus hijas se avergonzaban un poco de que alardeara de sus vaquitas y gallinitas, como si fuera una campesina, y que necesitaba un público para sus historias. No parece que nunca hiciera daño a nadie, ni que se comportara de una manera que no fuera estrictamente honorable.

Y sin embargo, no basta. Reducida a una caricatura en muchas adaptaciones biográficas, privada de cualquier reconocimiento a un trabajo incesante, la señora Austen es para muchos una madre y, lo que es peor, una madre vieja. De las que este verano se espera que sigan preparando el gazpacho como solo ellas saben, se queden con los nietos, aporten con la pensión, sean complacientes, amables, que entiendan lo que por generación o conocimiento no les corresponde entender y que no molesten demasiado. De las que se espera que no tengan tiempo de ocio. Ni en grupo, porque con hombres no se va a juntar y demasiadas mujeres reunidas, malo, ni en solitario, porque mira que te ha dado ahora por eso. De las que cuando mueran se dirá lo mucho por lo que pasaron pero que en vida han sido, muchas veces, animales de carga, esclavas de trabajo, infrapagadas. De las que se aguanta a duras penas el enfado, el mal humor, la rabia contenida, la frustración de una vida que se les ha ido en el cuidado a otros, la anulación y el deslomarse sin reconocimiento.

Y han pasado 250 años, pero parece que no haya transcurrido una solo día.