Opinión

Por qué he prohibido las pantallas en mi colegio

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Se repite con frecuencia que la tecnología es una ventana al mundo, que en la palma de la mano tenemos todo el conocimiento. Y puede que sea cierto para los adultos, pero para la infancia y la adolescencia ocurre lo contrario: no es una ventana, es un escondite. Una cueva oscura donde se pierde la claridad y uno queda atrapado en imágenes y sonidos, solo, moviendo un dedo.

Veo a diario cómo muchos niños pasan horas frente a una pantalla, mientras nosotros, los adultos, ni siquiera sabemos dónde están en realidad. Y, sin embargo, no les dejamos ir solos al parque, a la farmacia o a coger un autobús. Los niños han desaparecido de las calles: ya no caminan, ya no se pierden ni preguntan a un desconocido cómo llegar. Han perdido la oportunidad de vivir experiencias reales y auténticas. Lo paradójico es que a madres y padres nos aterra que nuestros hijos bajen solos a la calle, pero no nos preocupa dejarlos encerrados en su habitación con una tablet, cuando esto último es infinitamente más peligroso.

Hoy muchos adolescentes llevan un localizador en el móvil para que los adultos sepamos dónde están. Pero, al mismo tiempo, acceden a redes sociales y a mundos digitales donde nosotras y nosotros, los adultos, somos ciegos. Ahí sí se pierden, y lo hacen solos.

La tecnología, más que una herramienta de conocimiento, se ha convertido en un refugio frente al vacío, en una forma de huir de la frustración. Todo debe estar lleno, todo debe ser inmediato. Pero lo inmediato mata la profundidad. En el colegio lo vemos con claridad: baja la concentración, disuminuye la creatividad, se pierden los juegos simbólicos. Incluso el simple placer de pensar despacio está desapareciendo. Escribir a mano, por ejemplo, obliga a ordenar las ideas y darles tiempo para asentarse. Una pantalla, en cambio, reduce el pensamiento a un clic.

Para muchos adolescentes, incluso mirarse a los ojos se ha vuelto un reto. Algunos ni siquiera son capaces de acudir ya a un centro educativo: se encierran en casa, enganchados a una pantalla, desarrollando fobias escolares y sociales que ningún recurso consigue contener. Si no les ayudamos a romper ese círculo, seguirán escondiéndose ahí, aislados, sin juego, sin conversación, sin deporte en equipo.

No podemos pedirles a ellos solos que se contengan. Somos nosotros, los adultos, quienes debemos marcar la diferencia. Y los colegios tenemos una responsabilidad clara: convertirnos en islas libres de móviles y pantallas. Si familias y docentes nos comprometemos de verdad, estaremos regalando a nuestros hijos la posibilidad de encontrarse, de descubrirse, de vivir experiencias que jamás tendrían detrás de un cristal luminoso.

Los propios alumnos nos lo dicen: “gracias por darnos la oportunidad de vivir todo esto”. Y esa frase debería bastar para entender que no va de modas pedagógicas, sino de algo mucho más importante: proteger la infancia.

En un momento en que el 40% de los alumnos de primaria reconoce haber visto contenidos sexuales en internet sin querer -frente al escaso 12% que ha podido hablar sobre ello- la cuestión ya no es si debemos poner límites a la tecnología, sino por qué tardamos tanto en hacerlo.

En mi colegio lo hemos tenido claro: aquí no hay pantallas. Porque creemos que los niños merecen tocar la vida con las manos, escuchar, leer, equivocarse, preguntar y aprender unos de otros. Porque sabemos que, si renuncian a todo eso, lo único que les quedará será la falsa seguridad de lo irreal.

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