California, la cuna de la subrogación, frente a las voces que resisten en las calles de Madrid

Cientos de parejas extranjeras —españolas incluidas— viajan cada año para contratar gestantes debido a su legislación

La maternidad subrogada ha adquirido en California un estatus casi mítico. Aquí, la prensa suele presentarla como un camino luminoso donde parejas heterosexuales infértiles o matrimonios homosexuales encuentran finalmente el sueño de tener hijos gracias a la generosidad de una mujer que presta su vientre. El discurso dominante habla de derechos de los adultos, de realización personal, de un supuesto acto altruista que concilia el deseo con las técnicas de reproducción asistida. Sin embargo, lo que casi nunca aparece en esas narrativas mediáticas son las voces de las mujeres que han puesto el cuerpo y pagado el precio. Tampoco se escuchan los silencios de los bebés concebidos bajo contrato, reducidos a mercancías que cambian de manos.

En el corazón de esta controversia emerge la historia de Kelly Martínez, una mujer del medio oeste estadounidense cuya experiencia ha desnudado la cara oculta de lo que la industria denomina “gestación por sustitución”. Madre de tres hijos propios, Martínez se convirtió en gestante de alquiler en tres ocasiones, convencida de que estaba haciendo “un regalo” y de que, al mismo tiempo, aliviaría la precariedad económica que atravesaba su familia. Lo que encontró fueron complicaciones médicas, abandono, deudas y la sensación de haber sido utilizada como instrumento desechable. “No volveré a hacerlo; es comprar y vender un niño”, repite con contundencia en conferencias y entrevistas. Su testimonio, recogido en el documental Big Fertility, dirigido por la bioeticista Jennifer Lahl, se ha convertido en un referente internacional para cuestionar lo que algunos llaman, con crudeza, la “industria de los vientres”.

El ideario de Martínez

El relato de Martínez tiene la fuerza de la experiencia. Al principio, creyó que se trataba de un acto solidario. “Me hicieron sentir que estaba regalando vida, que era alguien extraordinario”, confiesa. Pero con el paso del tiempo comprendió que estaba atrapada en un engrana​je contractual donde lo emocional se subordina a lo contractual y lo humano queda en sumisión al dinero.

Su tercer embarazo marcó el punto de ruptura. Gestaba para una pareja española que había pagado, según le dijeron, por “un niño y una niña”. La biología, sin embargo, no obedeció al guion empresarial y nacieron dos varones prematuros tras un parto de emergencia motivado por preeclampsia severa. “Me dejaron sola, enferma y endeudada”, recuerda. Los padres recogieron a los bebés y desaparecieron, sin cubrir las facturas médicas que superaban los 9.000 dólares pagados con el cheque de 32.000 dólares que le dieron por llevar a buen término el embarazo.

La anécdota espeluznante fue la reacción de los contratantes ante la decepción de encontrarse con dos niños, y no con una pareja de niño y niña, que no respondían a las expectativas del contrato. Como si se tratara de un pedido defectuoso, la pareja se marchó tras discutir si se llevaban o no el producto. Esa es la grieta ética que expone esta historia.

Jennifer Lahl y la crítica al “Big Fertility”

La experiencia de Martínez no es, para Lahl, un caso aislado, sino un síntoma estructural. “La gestación subrogada daña a mujeres y a niños. No se trata de regular mejor, sino de reconocer que la práctica cosifica”, afirma a Artículo 14 la directora del Center for Bioethics and Culture Network. En sus palabras, la subrogación es el rostro más amable de una industria millonaria que “se preocupa más por las ganancias que por las mujeres usadas como criadoras de alquiler”. El término Big Fertility, título del documental sobre Kelly, no es casual pues nos remite a un entramado de agencias, abogados y clínicas que opera con la lógica de cualquier otro mercado global, donde el cuerpo femenino se convierte en recurso y los recién nacidos en producto.

California sigue siendo paraíso jurídico de la subrogación

Cientos de parejas extranjeras —españolas incluidas— viajan cada año a California para contratar gestantes debido a su legislación. El Código de Familia de California permite tanto la subrogación tradicional como la gestacional y reconoce la filiación de los padres de intención incluso antes del nacimiento. Este mecanismo, conocido como pre-birth order, garantiza que los bebés salgan del hospital directamente a los brazos de quienes pagaron el contrato, sin necesidad de trámites posteriores. Además, las compensaciones económicas son elevadas: entre 50.000 y 70.000 dólares por embarazo. Sumadas a honorarios legales, gastos médicos y comisiones de agencias, las cifras superan con facilidad los 120.000 dólares. Todo bajo un marco legal que se publicita como “progresista e inclusivo”, abierto a solteros, parejas homosexuales y extranjeros.

Sin embargo, esa misma normativa que se celebra como “modelo de libertad” es la que Martínez y Lahl denuncian como un blindaje para el negocio. “El contrato puede prever casi todo, menos el vínculo emocional y el riesgo vital de la gestante”, recuerda Martínez desde la pantalla.

España desde la resistencia feminista

En España, la situación es completamente opuesta a California. Desde 2006, la Ley de Técnicas de Reproducción Humana Asistida declara nulos los contratos de gestación subrogada. El Tribunal Supremo ha ratificado en varias sentencias que esta práctica vulnera la dignidad de la mujer y convierte al menor en objeto de comercio. Pese a la prohibición, cada año muchas parejas españolas viajan a California, Ucrania o Georgia. El Gobierno español, consciente del limbo jurídico, endureció en 2025 las condiciones para inscribir a los niños nacidos por subrogación en el extranjero, impidiendo la aceptación automática de certificados registrales.

Frente a la presión de las agencias, las feministas responden con movilización. Este 6 de septiembre, Madrid se llenará de mujeres vestidas con el uniforme rojo de ‘El cuento de la criada’ para denunciar la explotación reproductiva. Reclaman sanciones a intermediarios y un “no rotundo” al turismo reproductivo. El mismo día, en paralelo, se celebra en la capital el II Congreso Internacional de Gestación Subrogada, organizado por asociaciones que defienden el “derecho a formar una familia por cualquier vía”.

El debate trasciende el terreno privado y se instala en el corazón de la política. Porque cuando se defiende la subrogación en nombre de la libertad, se oculta la asimetría de poder entre quien paga y quien gesta. Como señala Martínez: “Nunca me hablaron de los riesgos reales, ni físicos ni psicológicos. Todo eran promesas de historias felices”. Esa desigualdad estructural convierte la “decisión libre” de la gestante en un espejismo. No es lo mismo elegir desde la abundancia que aceptar desde la necesidad. Y no se puede obviar que la mayoría de mujeres que se ofrecen como vientres de alquiler lo hacen en contextos de precariedad. La sociedad ya ha establecido límites claros a otros deseos adultos. El anhelo de ser madre o padre es comprensible, pero no existe un derecho absoluto a la filiación biológica. Como recuerda Lahl: “Tener un hijo no es un derecho que justifique contratar el cuerpo de otra persona”.

La historia de Kelly Martínez resuena en cada consigna feminista que este septiembre recorrerá la Gran Vía. Su relato es de advertencia porque detrás de cada contrato hay un cuerpo vulnerable.

California seguirá siendo la meca jurídica de la subrogación, pero en Madrid se despierta la resistencia. Entre ambas geografías se juega un pulso global sobre el significado de la maternidad, los límites del mercado y la dignidad humana. Como concluye la propia Martínez, con la fuerza de quien sobrevivió a la explotación. “Me dejaron sola, enferma y endeudada. Entonces comprendí que no era un acto de amor, sino una transacción. No volveré a hacerlo; es comprar y vender un niño”.