“Cuando a una víctima le dicen ‘vuelve mañana’, lo que oye es: ‘cállate’”

Bárbara Tardón lleva dos décadas investigando y acompañando a víctimas de violencia sexual. Conoce los datos, las instituciones, los fallos estructurales y la dimensión política del problema

La investigadora y experta en violencia sexual, Bárbara Tardón

Bárbara Tardón lleva dos décadas investigando y acompañando a víctimas de violencia sexual. Conoce los datos, las instituciones, los fallos estructurales y la dimensión política del problema. Su participación en el informe de Amnistía Internacional sobre los centros de crisis 24 horas ha abierto un debate incómodo: ¿por qué un país que se define como comprometido con la igualdad abandona a las víctimas en el primer eslabón de la cadena? Ella responde.

¿Por qué son tan importantes los centros de crisis 24 horas para las víctimas de violencia sexual?

Son espacios absolutamente esenciales. Cuando sufres una agresión sexual —haya ocurrido hace unas horas o hace diez años— necesitas un lugar seguro, confortable, donde puedas entender qué te ha pasado sin miedo, sin prejuicios y con profesionales que sepan acompañarte. Los centros de crisis son eso: espacios donde una mujer puede empezar a recuperar el control, comprender lo vivido y ejercer su derecho a reparar el daño.

Hay algo que se olvida muchísimo: durante décadas, los recursos públicos contra la violencia machista en España se centraron casi exclusivamente en la violencia en la pareja o expareja. Eso dejó fuera una de las formas de violencia más prevalentes y más dañinas: la violencia sexual. Algunas asociaciones llevan desde los años 80 sosteniendo este trabajo, pero con recursos precarios. Estamos hablando de un servicio esencial, que requiere equipos humanos formados, infraestructuras adecuadas y medios de intervención a la altura de lo que merece una víctima. No se puede improvisar. No se puede hacer barato.

¿Por qué las instituciones no terminan de entender la relevancia de estos centros? ¿Hay ignorancia o una desatención deliberada?

Creo que es una mezcla de ambas cosas. La violencia sexual sigue sin ser tratada como una vulneración de derechos humanos prioritaria. En muchos países llevan casi medio siglo con centros de crisis 24 horas; en Estados Unidos, Reino Unido, Australia o el norte de Europa existen desde los años 70. Aquí hemos llegado tarde, lentísimo, y no porque no hubiera evidencia o no hubiera mujeres reclamándolo, sino porque no ha sido una prioridad política.

Lo que vemos ahora es muy claro: cuando hay voluntad política, los centros se ponen en marcha, funcionan y se sostienen. Incluso comunidades conservadoras están haciendo apuestas serias. Pero en la mayoría de territorios lo que encontramos —como demuestra el informe de Amnistía Internacional— es desidia, desatención, desconocimiento profundo del daño que provoca la violencia sexual en una democracia. Si quienes gobiernan comprendieran verdaderamente ese impacto, habría un centro de crisis en cada barrio y en cada pueblo.

El informe de Amnistía es muy duro. ¿No debería haber sido el Estado quien evaluara estos recursos, teniendo además la obligación legal?

La ley lo dice claramente: el Gobierno central debe garantizar la existencia de estos centros. Pero vivimos en un Estado autonómico. Eso significa que la gestión y la atención directa depende de las comunidades. El Estado debe marcar criterios de calidad, accesibilidad y no discriminación, asegurar que existan medios suficientes y financiar como lo hace el Pacto de Estado contra la Violencia de Género. Pero la responsabilidad operativa recae sobre las diecisiete comunidades autónomas y las dos ciudades autónomas. Esa es la arquitectura del sistema.

Por eso es tan grave lo que está pasando: tenemos una obligación legal, un mandato claro, y aun así hay comunidades donde no existen estos recursos o funcionan en condiciones indignas. Es una vulneración de derechos.

Listas de espera, centros escondidos, profesionales saturadas. ¿Qué debería preocuparnos más?

No hay una jerarquía clara, pero sí dos áreas críticas. La primera es el equipo humano. Si una comunidad no dota un centro con suficientes profesionales, si no garantiza psicólogas, juristas, educadoras o trabajadoras sociales, es imposible que el servicio funcione. Lo que ocurre entonces es muy peligroso: las profesionales terminan con un desgaste brutal, acumulando trauma vicario y trabajando en condiciones que no permiten cuidar a nadie ni cuidarse a sí mismas.

La segunda es el propio espacio. La reparación requiere dignidad. Requiere que el lugar donde acude una mujer sea estable, cálido, profesional. En Andalucía encontramos casetas prefabricadas usadas como centros de crisis mientras esa comunidad había recibido un millón de euros de fondos europeos para desarrollarlos. Eso no es un espacio de reparación; eso es un insulto institucional.

Y hay otro elemento que me preocupa muchísimo: la desigualdad territorial. No puede ser que una mujer tenga más derechos en una capital de provincia que en un pueblo. No podemos permitir que haya centros solo en las ciudades mientras las mujeres del entorno rural quedan desprotegidas. La accesibilidad es un derecho.

En España solo denuncia el 8% de las víctimas. ¿Una mala atención en estos centros desincentiva la denuncia?

Creo que las profesionales hacen todo lo posible, y más. El problema nunca son ellas, sino las condiciones en las que trabajan. Cuando un centro funciona, acuden más mujeres, confían más mujeres, denuncian más mujeres. Tenemos ejemplos evidentes. El problema aparece cuando el recurso está infradotado.

El miedo no es a denunciar: el miedo es a no ser creída, a no ser atendida, a que la institución vuelva a fallarte. Por eso los centros de crisis bien dotados son tan importantes: porque construyen confianza.

Las mujeres no necesitan denunciar para ser consideradas víctimas. ¿Hay un fallo grave en la comunicación institucional?

Sí, muy grave. La Ley del solo sí es sí establece la acreditación de víctima sin denuncia, exactamente igual que ocurre con la violencia en la pareja o expareja. Eso da acceso a derechos y a protección. Pero no se está comunicando. Nadie lo está explicando. Y para acudir a un centro de crisis no se pide denuncia jamás: es un servicio 100% público.

Además, hay un problema adicional: los centros de crisis son desconocidos incluso para quienes deberían derivar a las mujeres. Profesionales sanitarios, operadores jurídicos, policía en algunas comunidades… si ellos no conocen el recurso, ¿cómo va a conocerlo la ciudadanía? El 016, en comparación, es un ejemplo de buena práctica: todo el mundo sabe que existe. Con los centros de crisis aún no estamos ni cerca de ese nivel de reconocimiento.

¿Qué ocurre cuando una mujer, tras meses o años de silencio, acude a un centro y le dicen: “vuelve mañana”?

Lo que ocurre es devastador. Dar ese paso es gigantesco. Implica romper el silencio, desafiar el miedo, enfrentarse a la culpa, vencer la vergüenza social y personal. Y si la respuesta que recibe es “vuelve mañana”, lo que está escuchando realmente es: tu dolor no importa, tu historia puede esperar, tu agresión no es suficientemente grave, cállate.

Esa frase puede hundir completamente un proceso de recuperación. Puede devolverla al silencio, a la depresión, al aislamiento. Puede impedir que vuelva a pedir ayuda nunca más. Es simbólicamente lo mismo que hace la cultura de la violación: mantener a las mujeres calladas para no cuestionar el orden patriarcal ni poner en jaque a los agresores. Es muy grave.

Decís que muchos centros están escondidos, sin señalizar. ¿Deben ser visibles?

Totalmente visibles. Este debate en España existe por puro desconocimiento. En otros países está superado desde hace décadas. Allí los centros están señalizados, son parte de la comunidad, parte del entorno urbano. Hacerlos invisibles perpetúa la vergüenza. Y, además, es mentira que esconderlos los haga más seguros. La experiencia internacional demuestra lo contrario: cuanto más visible es un recurso, más seguro es para las mujeres que acuden a él.

La violencia sexual es estructural y por eso es invisible. ¿Asumimos con normalidad como sociedad las agresiones sexuales?

Como sociedad solo reconocemos una forma de violencia sexual: la violación por parte de un desconocido en un callejón. Ese es el mito fundador de nuestra idea de violencia sexual. Pero la realidad es otra: la mayoría de las agresiones las cometen parejas, exparejas, amigos, compañeros, familiares, hombres del entorno íntimo.

Y sobre esto sabemos poquísimo. Apenas hay estudios sobre violencia sexual en la pareja, sobre agresores cercanos, sobre las dinámicas sexuales coercitivas, sobre violencia digital o acoso laboral. Vivimos rodeadas de violencias sexualizadas que se consideran “normales”. Esa normalización es la esencia de lo estructural.

En el informe se denuncia que constructoras y entidades sin especialización gestionan centros. ¿Por qué ocurre?

Porque los pliegos priorizan criterios económicos. Gana quien baja más el precio, no quien presenta el proyecto más sólido. Una asociación pequeña, especializada, que lleva décadas trabajando con víctimas, no puede competir con una gran constructora que oferta un coste menor. Eso es una perversión del sistema de licitaciones.

Pero también es cierto que hay comunidades donde sí se prioriza la calidad técnica. Cataluña es un ejemplo. Se puede hacer bien. Lo que falta es voluntad de hacerlo así en todas partes.

Centros que no funcionan, cuestionamiento público de las víctimas, absoluciones y acuerdos de conformidad cuestionables… ¿Estamos ante una reacción antifeminista?

Lo que vivimos es una reacción patriarcal muy fuerte porque hemos avanzado muchísimo. Cuando el feminismo avanza en derechos, siempre aparece una reacción igual de intensa para frenarlo. Está estudiado históricamente.

El control de los derechos sexuales y reproductivos es el núcleo originario de la violencia contra las mujeres. Por eso, cuando damos pasos adelante —leyes, reconocimientos, recursos, protección—, el sistema patriarcal reacciona queriendo retrocederlo todo. Lo que está ocurriendo con la violencia sexual forma parte de esa estrategia: disciplinar y silenciar a las mujeres.

Alberto Núñez Feijóo ha insinuado que derogaría la Ley del solo sí es sí en caso de llegar al poder. ¿Están en peligro los derechos de las mujeres?

En altísimo peligro. Sus declaraciones son alarmantes porque implicarían vulnerar acuerdos internacionales de derechos humanos que forman parte de nuestro ordenamiento: el Convenio de Estambul, la directiva europea… Derogar esa Ley sería retroceder décadas y dejar a las mujeres en la absoluta desprotección.

Además, mientras países conservadores como Alemania, Italia o Finlandia están aprobando leyes basadas en el consentimiento, aquí se plantea ir hacia atrás. Es darle la mano a la cultura de la violación y decirnos a las mujeres que el Estado no va a protegernos.

Cristina Fallarás ha lanzado “La Nuestra”. ¿Son las redes feministas el último refugio?

Son esenciales. Cuando las instituciones fallan, el movimiento feminista siempre ha creado alternativas. Ocurre ahora y ha ocurrido a lo largo de toda la historia. Las redes de apoyo son vitales porque sostienen lo que la administración no cumple. Sin un movimiento feminista fuerte, volveríamos al silencio y a la oscuridad.

Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.