Acoso con la pulsera telemática: “Mi ex pitó 30 veces en 48 horas”

Harta de vivir en alerta, Maite decidió mudarse. Ni la ministra de Igualdad supo darle otra solución

“Esto no hay quien lo aguante, que llevo un año así”. Maite estalla. Al otro lado del teléfono, un teleoperador la atiende con paciencia pero sin darle la respuesta que ella necesita escuchar para quedarse tranquila. Por enésima vez, su maltratador se ha saltado la orden de alejamiento y el sistema no lo ha registrado. “Estoy en el punto cero, en la policía, y no tienen notificación. Hace más de 24 horas que manipuló la pulsera y no saben nada aquí ni en el juzgado. Sólo tenéis que mandar un correo electrónico, es que tampoco es tan complicado”, suspira entre lágrimas, impotente al sentir que ella, la víctima, es la única que tiene constancia del peligro en el que se encuentra desde que su ex volvió a manipular el dispositivo.

Un procedimiento demasiado habitual en él. En un año, Maite lo ha denunciado seis veces por quebrantar la medida que le impusieron por ser un maltratador. Es una de las 4.800 mujeres en riesgo extremo en España. Entró a formar parte de esa execrable nómina en el verano de 2023, cuando su pareja con la que apenas llevaba saliendo medio año la apalizó en la calle, “un par de puñetazos y golpes”, detalla, aunque lo que aún más le sorprenda es que lo hiciese delante de testigos sin que nadie moviera un dedo por evitarlo. Pero ella no lo dudó y denunció.

Paliza y perdón

Después siguió una secuencia del maltrato tantas veces repetida: paliza, denuncia, distancia y perdón. “Nos cogen en un momento vulnerable”, añade para explicar por qué volvió con él. Se apiadó al escucharlo, pensó que no volvería a hacerlo. “Ahora me da mucha rabia porque soy una luchadora que ha sacado adelante a sus tres hijos”. Entonces terminó enjaulada, poco a poco. Le quitó el móvil, respondía a su entorno haciéndose pasar por ella, ya fueran sus hijos o su abogada, cercando totalmente su capacidad de movimientos. “No me dejaba salir ni a hacerme las uñas”.

Él tenía antecedentes por maltrato machista, pero Maite no lo supo hasta después. El 5 de mayo de 2024, fue el estallido determinante. No llegó a golpearla. No hizo falta, desde entonces vive con pavor a que cumpla su amenaza: “Te la voy a matar y voy a llamar a unos narcos para que la hagan cachitos. Ni tus hermanas la podrán reconocer”. Es lo que esa noche escuchó su hijo cuando la llamó de camino a su casa. Ella se rompe solo de imaginar el miedo que debió sentir a hallarla sin vida. Por suerte, la policía llegó a tiempo. Le había destrozado media casa e intentado tirar al gato por la ventana, pero ella estaba ilesa. Al menos por fuera. Desde entonces, es una de las protegidas del sistema Cometa.

Rapapolvo a la ministra

“¿Por qué nos tienen que poner a nosotras el policía en la puerta si es él el que tendría que estar controlado? Los culpables son ellos”, clama. A Maite no le gusta que la traten de víctima. Ella se siente superviviente, como las otras cinco con las que acudió hace un mes a un cónclave con la ministra de Igualdad. “No dijo nada, pero de vez en cuando se echaba las manos a la cabeza al escucharnos“, explica de una Ana Redondo en pleno crisis por los errores de Cometa.

Maite guarda decenas de llamadas. Todas las que ha tenido que hacer al centro Cometa por el calvario al que la tiene sometida su maltratador que ha emprendido una estrategia de acoso y derribo: él lleva la pulsera telemática, pero es ella la que convive con los pitidos permanentes porque cada dos tres por tres manipula el dispositivo, como si intentara quitárselo, o se aproxima a ella. En un fin de semana, el móvil de Maite pitó 30 veces. Nadie impidió que pitara una más. Simplemente, cesó cuando él quiso.

“Un asesino sin manos”

“Vais a colapsar el juzgado a denuncias”, se mofó su acosador. Maite se reiría si pudiera, pero ha tenido que ser ella la que ponga finalmente tierra de por medio. Se ha cambiado de trabajo y de ciudad. Llegaron a avisarla de que le había puesto un detective. “No lo dudé ni por un instante. Es un psicópata que sería capaz de cualquier cosa con tal de hacerme daño”. Busca minarla, que se sienta permanente vigilada, pendiente de una sombra alargada y demasiado ruidosa. ¿Y si fuera como el cuento de Pedro y el lobo, que él esperase a que ella se relajase para atacarla?

“Para colmo, en el juzgado llegaron a sospechar que fuera yo quien se estaba saltando la orden para verlo”, revela con pesar al asumir que ese fue el alegato de su agresor, que ella estaba obsesionada con él, que nunca había quebrantado el alejamiento. La cruda realidad de la estadística de VioGen justificaría en parte la sospecha, salvo porque Maite se puso hace año y medio una línea roja que no ha vuelto a franquear: no volver a tratar con él. “Es un asesino sin manos”, resume al recordar que hace un año sintió tal acoso que intentó suicidarse. No podía más. Por suerte, una vecina llegó a tiempo para salvarla de las tres cajas de pastillas que tragó para quitarse de enmedio.

Por suerte, también, a día de hoy no sólo ha aprendido a pedir ayuda, sino que además reclama que esta sea otra: “Lo que deberían darnos es puestos de trabajo, porque con las ayudas que nos dan por ley a las maltratadas no hacen sentir vulnerables e inservibles. A mí, el Instituto de la Mujer no me ha hecho ni una llamada en dos años. Las que me convirtieron en mujer alfa fueron las de la asociación”. Y su psicóloga y su abogada, sus dos guardianas. Con ellas se prepara para el juicio en unos meses, casi a mediados del año que viene. Después, espera al menos poder regresar a su ciudad, sin pitidos ni geolocalizadores fallidos. “En realidad, deberían ser como los presos en tercer grado, que regresan al centro penitenciario a dormir”. Así también ella no sufriría insomnio ni viviría agarrotada. “Para qué denuncié si no”.

 

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