En ocasiones, el cine se convierte en un espejo incómodo que nos devuelve la imagen deformada -o tal vez demasiado nítida- de aquello que intentamos ocultar bajo la rutina, la prisa o el silencio. Adorable (Elskling) es precisamente eso: una exploración hiperrealista y radicalmente transparente de los abismos que puede abrir la falta de comunicación en una pareja. Su propuesta no busca culpables ni se ancla en los lugares comunes del género, sino que se sumerge en las distintas capas de la subjetividad humana para mostrarnos cómo un mismo hecho puede ser interpretado de manera radicalmente diferente por el hombre y la mujer.
El resultado es una película cruda, desgarradora y por momentos abrumadora, pero que nunca cae en el pesimismo absoluto. Ingolfsdottir construye un relato que, en medio del caos y del dolor de no comprenderse ni sentirse comprendido, arroja una luz tenue pero firme. La esperanza aquí no es un recurso de guion, sino un acto de resistencia: la posibilidad de abrir vías de acercamiento entre dos seres humanos enfrentados a su propia fragilidad. Más allá del conflicto de pareja, lo que late en Adorable es la urgencia de conocerse a uno mismo y reconciliarse con esos demonios interiores que tantas veces sabotean la convivencia.
La cinta ha sido una de las sorpresas del año en el panorama europeo. Reconocida con cuatro premios Amanda del Instituto Noruego de Cine —incluyendo el de Mejor Película Noruega— y galardonada en Karlovy Vary y Pekín con nueve distinciones, entre ellas Mejor Película y Mejor Actriz, Adorable confirma que su directora irrumpe con una voz propia y madura en el cine contemporáneo. A estos reconocimientos se suma el Premio al Mejor Guion en la última edición del BCN Film Fest, un logro que subraya la solidez narrativa de la obra.
No es casualidad que detrás de la producción se encuentren los mismos responsables de La peor persona del mundo, aquella mirada luminosa y melancólica sobre la deriva afectiva de una joven en Oslo. Se percibe en Adorable ese aire indie y ligero en su arranque, el planteamiento personal y aparentemente despreocupado de la protagonista, la forma en que la música acompaña su estado de ánimo y, sobre todo, la voluntad de hablar de relaciones humanas desde una perspectiva íntima pero universal. Ambas películas comparten la capacidad de plantear dilemas morales y éticos que nos interpelan directamente, porque remiten a nuestras propias dudas sobre lo que significa vivir relaciones sanas en pareja.
Uno de los grandes logros de Ingolfsdottir está en el uso de la música: no escuchamos música en gran parte del metraje pero cuando suena, entendemos mejor a los personajes y nos conmueve, las cuatro canciones elegidas para el filme se convierten en un vehículo emocional que nos introduce en el mundo interior de los personajes.
El largometraje guarda claros paralelismos con Antes del anochecer (2013) de Richard Linklater y, por supuesto, con Escenas de un matrimonio (1973) de Ingmar Bergman y su reciente remake para HBO. Como en esas obras, el núcleo de la narración se sustenta en el diálogo, en el desencuentro verbal convertido en campo de batalla. Gracias al inteligente y sutil edición y montaje de las imágenes, la directora se vale del montaje de una manera brillante y muy calculada para exponer los puntos de vista de ella y de él.
Posibilidad de una salida
Sin embargo, sería injusto leer la película únicamente como un ejercicio de realismo incómodo. Lo que distingue a Ingolfsdottir es su empeño en señalar la posibilidad de una salida, la sugerencia de que incluso en los territorios más devastados puede germinar una forma de comprensión mutua. La esperanza aquí no es ingenuidad, sino un reconocimiento de que el conflicto puede transformarse en conocimiento, tanto del otro como de uno mismo.
La protagonista, interpretada por Helga Guren con una intensidad contenida que evita el exceso melodramático, se erige como una figura profundamente humana: ni heroína ni víctima, sino una mujer atravesada por dudas, contradicciones y deseos. Ingolfsdottir rechaza el trazo grueso de los roles de género y propone, en cambio, una mirada poliédrica: ambos tienen razón y ambos se equivocan, dependiendo del ángulo desde el cual se los mire. Ese equilibrio, tan difícil de lograr en un relato sobre crisis de pareja, es una de las grandes virtudes de la película.
En última instancia, Adorable es un recordatorio de que el cine puede ser un espacio de confrontación emocional y, al mismo tiempo, de reconciliación. La película incomoda porque nos obliga a reconocernos en esos diálogos fallidos, en esas discusiones que parecen no tener salida, en esos momentos de incomunicación que todos hemos vivido. Pero también ilumina, porque nos recuerda que incluso en la tormenta existe la posibilidad de un gesto de ternura, de una palabra dicha con el tono justo, de una música que acompaña lo que no sabemos expresar.