A lo largo de su carrera, gracias a títulos como Fish Tank (2009) y American Honey (2016), Andrea Arnold ha dejado clara la fascinación que siente por los jóvenes y desposeídos, y su nuevo largometraje reitera ese interés. Pero a pesar de ello, y de que también se empareja con el resto de las películas previas de la británica a través de su manejo de elementos narrativos propios del cine social-realista –incluso su particular adaptación de Cumbres borrascosas (2011) recurre a ellos–, Bird debe considerarse algo parecido a un desvío en su carrera en cuanto que matiza ese naturalismo a través de una incursión en el terreno de lo sobrenatural.
Su protagonista es una niña de 12 años, Bailey (Nykiya Adams), que vive con su padre y su hermanastro en un apartamento ruinoso pero extrañamente acogedor situado en un barrio de viviendas sociales a las afueras de Londres. Las paredes de su habitación están decoradas con dibujos de hojas y enredaderas, y de vez en cuando las mariposas entran por la ventana del cuarto para hacerle una visita. Ella pasa horas y horas tumbada en la cama, proyectando en la pared imágenes y vídeos grabados con su teléfono móvil que le sirven de algo parecido a un diario personal, y cuando sale a la calle se dedica a pasar el rato contemplando el mundo que la rodea, paseando por campos de hierba para acariciar un caballo o comunicándose con una gaviota.
Pero, pese a lo que la descripción de su día a día pueda sugerir, no es una chica feliz. Vive posiblemente atrapada en un cuerpo con el que no se identifica, e intimidada por la visita de su primera menstruación. Y también se siente incomprendida por su padre, Bug (Barry Keoghan), un crápula que lleva centípedos y otros bichos tatuados hasta en la cara y se dedica a traficar drogas en un momento de la película, y que tiene previsto casarse con su nueva novia en solo cuestión de días.
Proyección de protección
Un día, Bailey conoce a un hombre misterioso llamado Bird, que dice haber vivido en un edificio de apartamentos cercano; es un tipo que derrocha dulzura y vulnerabilidad, y que por tanto contrasta radicalmente con el resto de figuras masculinas que hay en su vida. Quizá por eso, aunque al principio desconfía de él, decide ayudarlo a encontrar a sus padres. Y después, cuando ella descubre que sus tres hermanos pequeños viven amenazados por los instintos violentos del novio de su madre, Bird intervendrá para apoyarla. El desconocido no es exactamente una invención de Bailey, pero la versión de él que vemos en pantalla está filtrada a través de la imaginación de la niña, de una forma de la que ella tal vez ni siquiera es consciente. Es decir, Bird es a la vez una persona y una metáfora de los anhelos -el de madurar, el de ser amada, el de volar lejos- que Bailey siente.
Mientras contemplamos cómo la relación entre ambos se desarrolla, los hilos narrativos que Arnold tiende con delicadeza en la primera mitad de la película son entrelazados de forma más bien tosca en la segunda, durante la que la directora no solo exhibe un interés demasiado explícito en conmover al espectador sino también, en buena medida con ese fin, se afana por encontrar poesía escondida en la mugre o, dicho de otro modo, por convertir Bird en una mezcla de cine social y cuento de hadas. Es el primer intento de introducir elementos mágicos en un relato realista que lleva a cabo en su filmografía, y no le sale.
Pese a ello, es destacable la claridad con la que la película transmite el afecto que Arnold obviamente siente por sus personajes, sin necesidad de expresarlo a través de los diálogos y en cambio usando el lenguaje cinematográfico para hacernos partícipes de sus vidas interiores. Está claro que Bug ama a sus hijos, pero él mismo era un mocoso cuando los tuvo y da la sensación de haber pasado todos los años posteriores evitando aceptar responsabilidades, y a pesar de ello hay algo dentro de él que lo inclina instintivamente a hacer cuanto esté en sus manos para garantizar el bienestar de los críos.
Por lo que respecta a Bailey, representa una nueva evidencia de la habilidad de Arnold a la hora de retratar a mujeres en entornos que limitan su libertad y su independencia, aquí secundada por la precisión con la que Adams, en su primera película como actriz, logra que su personaje combine dureza y fragilidad. Bailey es una joven atrapada en tierras de nadie, entre la niñez y la adolescencia y entre la feminidad y la masculinidad, en busca de pistas que le indiquen qué lugar quiere ocupar en el mundo y, eso sí, aún capaz de contemplar las cosas como si las viera por primera vez. Bird, por encima de todo lo demás, es una celebración de esa mirada.
Irónicamente, el humanismo que la película derrocha no solo es su gran baza sino también otra de sus flaquezas. Arnold se preocupa demasiado por ellos como para enfrentarlos a transgresiones morales profundas o someterlos a conflictos interpersonales realmente nocivos, y a causa de ello Bird carece de urgencia o verdadero propósito dramáticos. Pero eso no le impide funcionar a modo de fábula, esperanzada pero de ningún modo ilusa, sobre la importancia de crecer en compañía de aquellos a quienes amamos, de valorar el esfuerzo que nuestros progenitores ponen en hacer las cosas bien aunque a veces fracasen en el intento, y de tratar de aprovechar lo mejor posible las cartas que la vida nos ha dado, entendiendo que asumir la imposibilidad de una felicidad duradera es un primer paso para disfrutar de los momentos de paz.