Crítica de clásica

Cuando la tradición musical manda…

La Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig y el Orfeón Donostiarra clausuran de forma brillante el Festival de Santander

La Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig y el Orfeón Donostiarra clausuran de forma brillante el Festival de Santander
La Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig y el Orfeón Donostiarra clausuran de forma brillante el Festival de Santander

74 Festival Internacional de Santander. Palacio de Festivales. 30 y 31 de agosto de 2025. Obras de A. Pärt, A. Dvorák, J. Sibelius, F. Mendelssohn y J. Brahms. Isabelle Faust, violín. Julia Kleiter, soprano. Christian Gerhaher, barítono. Orfeón Donostiarra. Esteban Urzelai, director invitado. Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig. Andris Nelsons, director musical.

El Festival Internacional de Santander clausuraba su septuagésima cuarta edición el pasado fin de semana con dos estupendos conciertos de la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig, que actuaba por primera vez en el certamen cántabro, a pesar de ser uno de los conjuntos sinfónicos con más reputación y solera de la vieja Europa. Sus orígenes se remontan a 1743 (cuando aún vivían Haydn y Mozart, Beethoven tenía tan solo once años y aún no habían nacido ni Brahms ni Mendelssohn). La orquesta lleva su nombre actual, desde 1781, cuando se mudó al reconstruido Gewandhaus, el recinto ferial que se construyó para los comerciantes de telas de la ciudad alemana.
Estos conciertos estaban enmarcados en una gira más amplia que ha llevado a la orquesta a la Quincena Musical de San Sebastián, justo antes de Santander, y a la Philharmonie de París inmediatamente después.

Dirigida desde 2018 por su actual maestro, el letón Andris Nelsons (Riga, 1978), la célebre orquesta alemana es un instrumento casi perfecto de sonido cálido y profundo, especialmente en sus cuerdas sedosas y aterciopeladas, con una sección de violonchelos superlativa. Cuenta con unos excelentes solistas en las maderas (sobre todo flauta, oboe y clarinete) y unos metales nobles y rotundos, nunca altisonantes, donde destacan los poderosos trombones alemanes de sonido muy hermoso, y unas trompetas incisivas, nunca hirientes. El grupo de trompas, uno de los mejores que podemos encontrar en las grandes formaciones europeas, poseen un sonido muy especial de impecable afinación y fabuloso empaste, logrando en los tutti orquestales una rica gama de colores tornasolados.

Los dos programas que pudimos escuchar en Santander (y antes en Donostia) tenían gran interés por su planteamiento y coherencia artística, sobre todo el segundo, el del domingo 31 de agosto, pues figuraban en sus atriles dos obras maestras, cada una en su género, que fueron estrenadas por la propia orquesta. Además, tenían como nexo común el auge del protestantismo en Alemania a lo largo del siglo XIX.
La Sinfonía nº 5 en re mayor, op. 107 de Félix Mendelsshon introduce por primera vez el “Amén de Dresde”, que es un arreglo musical de la palabra “Amén” de Johann Gottlieb Naumann que todavía aparece en los himnos de los oficios religiosos de hoy. Este motivo se oye al final de la introducción lenta del primer movimiento, y de nuevo reaparece al final del desarrollo. Wagner utilizaría la misma melodía en Parsifal. El Finale se basa en el coral “Ein feste Burg ist unser Gott” de Martín Lutero, y contiene otra referencia al “Amén”, que se convierte de esta manera en un recurso unificador para Mendelssohn, que había estudiado y crecido con la obra de Johann Sebastian Bach y fue su redescubridor. En marzo de 1829 dirigió en Berlín la primera interpretación de la Pasión según San Mateo desde la muerte de Bach en 1750. Mendelssohn fue además director musical de la Gewandhaus desde 1835 hasta 1847 transformándola en una institución cultural de renombre y allí estrenó varias de sus obras, como esta Sinfonía en re mayor.

Andris Nelsons y la Gewandhaus de Leipzig clausuran a lo grande la Quincena Musical
Andris Nelsons y la Gewandhaus de Leipzig clausuran a lo grande la Quincena Musical

La interpretación de Andris Nelsons de la obra tuvo una aproximación un tanto obsoleta, lejos de los estándares interpretativos actuales, que se sirven de un conjunto orquestal menos abultado (el maestro letón dispuso de hasta dieciséis primeros violines y siete contrabajos), y demandan unos tempi más ágiles y una mayor claridad de texturas. Fue una lectura algo pesada con dinámicas estrechas y una sensación menos etérea de lo gustamos hoy día en las versiones más “modernas” de Blomstedt (1927) o Gardiner (1943), ambos lo doblan en edad, o los ya desaparecidos Abbado o Norrington. No obstante, a pesar del criterio conservador del maestro, hubo momentos de una gran belleza interpretativa, gracias a una orquesta sensacional, como por ejemplo ocurrió en el arranque del tercer movimiento, un Andante breve y solemne, que se apoya en su mayor parte en las cuerdas. Fue el único momento que Nelsons prescindió de la batuta y consiguió sacar de sus músicos un fraseo de gran belleza. También hubo momentos excelsos en el Finale, que arranca con un hermoso coral instrumental introductorio basado en una versión simplificada y cálidamente armonizada del coral “Ein feste Burg ist unser Gott” (Castillo fuerte es nuestro Dios) de Lutero, con un sensacional solo de flauta. Estupenda la planificación de la coda final, donde Nelsons consiguió el clímax coral de toda la orquesta sin estridencias y una hermosa factura.

En la segunda parte figuraba en los atriles nada menos que el Réquiem alemán de Brahms, una obra en la que el genial compositor alemán profundiza en el tema de la esperanza. La oración por los muertos del réquiem católico (súplica, juicio, descanso del alma del difunto) es sustituida aquí por el consuelo para los vivos que sufren. En lugar del temor al Juicio Final, del terrorífico Dies irae, Brahms sustituye su confianza en la bondad divina, su expectativa de la Resurrección. El modo menor tradicional da paso al mayor (incluso las piezas menores II, III y VI terminan en mayor), simbolizando una visión más pacífica de la muerte. Tras cuatro estrenos troceados –y truncados de la partitura– la versión completa de este particular Requiem se estrenó el 18 de febrero de 1869, en la Gewandhaus de Leipzig, con Emilie Bellingrath-Wagner (soprano), Franz Krückl (barítono), bajo la dirección de Karl Reinecke. La partitura había sido publicada por Rieter-Biedermann en Leipzig en noviembre de 1868.

Nelsons planteó su interpretación como si fuera una gran oración contemplativa con unos tempi muy lentos, como los que usaba Klemperer en los años sesenta del siglo pasado, pero sin la tensión emocional que les imprimía el legendario director alemán. Sentado durante toda la ejecución, daba la sensación de encontrarnos ante un director anciano, de parcos y repetitivos movimientos de brazos, siempre pendiente de la partitura. Tan solo en la introducción del quinto número de la obra (de nuevo sin batuta) delineó de manera hermosa el sobrecogedor solo de la soprano (Julia Kleiter) salpicado por las bellísimas y ocasionales interjecciones del coro siempre cantando en piano.

La venerable tradición de la Gewandhaus de Leipzig pone la guinda a la Quincena
La venerable tradición de la Gewandhaus de Leipzig pone la guinda a la Quincena

Hay que subrayar que el coro elegido para la ocasión fue el legendario Orfeón Donostiarra, creado hace 125 años. Aquí también manda la tradición. Un coro al que hemos admirado en tantos y tantos conciertos junto a intérpretes de primera, tras algunos (demasiados) años de inexplicable ostracismo en la última etapa. Muy bien preparado por Esteban Urzelai como director invitado, volvió a ofrecer su mejor cara tras una cuidada selección de ochenta voces poderosas y bien empastadas, que se lucieron especialmente en el colosal movimiento conclusivo que encierra el clímax de la obra. Destacaron en todo momento la excelente cuerda de sopranos, nunca estridentes y afinación impecable, y la rotundidad en la cuerda grave de barítonos y bajos.

La orquesta se amoldó en cada compás, como se acopla un guante a los dedos de la mano, ofreciendo momentos bellísimos. Los solistas fueron de excepción, sobre todo el gran barítono alemán Christian Gerhaher, que en sus dos intervenciones (números III y VI) dictó una lección magistral de fraseo, musicalidad e impacto vocal. La soprano Julia Kleiter, que solo cuenta con una intervención vocal en el número V, atesora uno de los momentos más hermosos de la obra. Cantó con gusto, pero sin alcanzar las cotas estratosféricas de su colega. El público, que llenaba por segundo día consecutivo el inmenso Palacio de Festivales, no terminó de entrar en la liturgia de la obra, quizás por la falta de garra del director, por lo que la recibió con una tibia acogida, aunque luego aplaudiría mucho –y con justicia– al coro y la orquesta.
El día anterior, del programa inicialmente anunciado, se cayó la virtuosa violinista americana Hilary Hann, que fue sustituida por la muy sensible Isabelle Faust, que hizo una verdadera recreación del Concierto para violín de Antonín Dvorák, una obra desigual y farragosa que no alcanza la dosis de genialidad de su homónimo para violonchelo. Faust, una de las mejores violinistas de la actualidad, posee un sonido muy rico en armónicos y una potencia más que suficiente (nunca fue tapada por la orquesta, aquí bien trabajada por Nelsons). Muy aplaudida al final de su intervención, antes del descanso, ofreció como propina el tercer número de Amusement pour le violon seul, op. 18, del menos conocido compositor francés Louis-Gabriel Guillemain. El concierto se abrió con una versión muy cuidada del Cantus in Memoriam Benjamin Britten para campana y cuerda, de Arvo Pärt, como homenaje al compositor estonio, que el próximo mes cumplirá 90 años.

El plato principal del primer programa no fue la Octava sinfonía de Shostakóvich, como se había anunciado, sino la Segunda de Sibelius (1902), una de las obras más populares, junto con la Quinta y el Concierto para violín, del compositor finlandés Jean Sibelius. Nelsons planteó el primer movimiento, Allegretto, demasiado rígido, sin vuelo, acentuando siempre las partes fuertes del compás y sin llegar a conseguir la ligereza, el equilibrio, la plasticidad y la simetría de líneas que caracterizan una obra de gran belleza melódica, que inicialmente fue concebida como música programática. No anduvieron mejor las cosas en el segundo, In tempo de andantino, al que le faltó precisamente ese manejo del rubato que demanda Sibelius en el íncipit del movimiento. Mucho mejor el enérgico Scherzo, sobre todo en la lenta sección en trío, donde asistimos a una autentica demostración virtuosística de los solistas de la orquesta, con un solo de oboe de gran lirismo acompañado por los clarinetes y trompetas. Después, justo antes de la repetición del Scherzo, tuvimos una magnífica intervención del trompeta solista, que nos dejó boquiabiertos.

Sin pausa (attacca), el último movimiento, hacia el cual parece encaminarse el resto de la sinfonía, fue expuesto de forma gloriosa por los metales resaltando su doble temática triunfante, tomada del primer movimiento de la sinfonía. Anclado en el más puro romanticismo, el Finale nos llega como si fuera una “música italiana que se ha ido al Norte”, en la feliz descripción de Robert Kajanus, importante compositor finlandés, conocido por su influencia en la música finlandesa y su amistad con Sibelius. La coda final fue sin duda lo mejor de la noche tras conseguir un soberbio crescendo, muy bien conducido por Nelsons, desde un imperceptible pianísimo hasta que se alcanzó la triunfante conclusión con toda la orquesta en fortísimo. El público no pudo contener su entusiasmo y saltó de sus asientos de forma espontánea. A pesar de los insistentes aplausos, no consiguió sacarle al maestro letón la esperada propina. En realidad, después de lo escuchado, no hacía ninguna falta.

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