Hay una nueva “moda” que se ofrece en los vídeos extremos pornográficos, y no es espectáculo, ni adrenalina: son cuerpos femeninos usados para el shock bajo una lógica de mercado donde el consumidor masculino determina qué historia ver.
En el centro de este nuevo fenómeno está el stunt porn, una modalidad de contenidos sexuales extremos que mezclan riesgo y violencia, y que han encontrado un mercado hambriento entre usuarios (mayormente hombres) que desean lo inesperado, lo grotesco, lo mas allá del tabú.
Los stunts consisten en filmar acciones intensas –actos públicos, desnudez frente a extraños, contacto con objetos contundentes, o situaciones que comprometen la integridad física o psicológica de las protagonistas–, todo con el gancho de “viralidad” y la promesa del morbo. No se trata de placer mutuo: es espectáculo para consumo masculino, una lógica que refuerza la idea de que la mujer es un instrumento disponible para satisfacer ese deseo.

La cultura de la violación alojada en el botón de “play”
Los bordes de lo pornográfico se han diluido. Estos vídeos no se ven como transgresores: se consumen como si fueran lo más corriente. El concepto de “consentimiento” queda reducido a un clic; basta que alguien se filme aceptando algo para que el acto sea legitimado. Esto forma parte de lo que académicas han llamado la cultura de la violación: una matriz que normaliza la violencia sexual, desvincula la responsabilidad y convierte las agresiones en entretenimiento.
Como ha puesto en evidencia Laura Selena Báez Benítez, integrante de la Junta Directiva de Federación Mujeres Jóvenes y responsable política del área de violencias sexuales, la lógica del porno, especialmente en estructuras como Only Fans, “venden la idea de independencia financiera y empoderamiento. Sin embargo, tras esa máscara se esconden lógicas patriarcales, precariedad económica, exclusión social y abuso”. Estas prácticas refuerzan la desensibilización frente al sufrimiento de las mujeres, dejándolo en segundo plano ante el impacto visual. Si el eco emocional se pierde, lo que queda es voyeurismo desnudo y hombres que no solo se consuman espectadores: son también los que pagan, exigen, incitan y dictan la narrativa.
“Bajo el mito de la ‘libre elección’, la banalización del mundo digital y una sociedad que ha naturalizado la pornificación de la cultura, se obvia que estas plataformas forman parte de la industria del sexo. Hablamos de pornografía y hablamos también de prostitución en cuanto hay una interacción entre suscriptores y creadoras y se establecen relaciones digitales e incluso presenciales donde hay un intercambio de sexo (en imágenes o en físico) por dinero”, afirma Báez Benítez.
Bonnie Blue y Lily Phillips: cuerpos en primera línea de fuego
Dos nombres recurrentes emergen al hablar del fenómeno. Bonnie Blue, la estrella porno británica de 26 años, cuyo verdadero nombre es Tia Billinger, ha vuelto a conquistar al país. Su último truco sexual, con el pegadizo título de “Zoológico de Mascotas de Bonnie Blue”, estaba perfectamente diseñado para generar indignación. ¿El plan? Atarla en una caja de cristal en el centro de Londres e invitar a los hombres a usarla como mejor les pareciera.
Obviamente, esto nunca iba a suceder. ¿Qué ayuntamiento habría aprobado esa solicitud de permiso de obra? Pero la mera idea despertó otro gran interés en ella. Los columnistas están enloquecidos por una mujer que ofrece su cuerpo a hombres en una exhibición pública de libertinaje. Según informes, le han desactivado su cuenta de OnlyFans por incumplir las normas de contenido.
Lily Phillips, en otro tipo de stunt, proponía aparecer en una cabina cerrada mientras los hombres que quisieran pudieran entrar para cometer sus “deseos y fantasías”. Aquí el riesgo no es sólo físico, sino también psicológico: exposición al público, mirada masculina, sexualización instantánea. Nuevamente, el foco no está en ella, sino en el público masculino que valida y monetiza. Aunque las protagonistas anuncian “es consentido”, lo que se premia es la humillación coreografiada.

Los espectadores-pagadores: ¿quiénes son?
El corazón del problema no está en las “actrices”: está en los hombres. Los consumidores masivos de estos contenidos constituyen un perfil diverso: desde hombres solteros en plataformas digitales hasta chicos en foros underground. Hombres que forman parte de enormes grupos de Whatsapp o Telegram, como vimos con el caso Gisèle Pelicot, en el que se dan consejos sobre violencia y agresión sexual.
Dos conclusiones emergen de estudios y foros: por un lado, que forman una comunidad, en la que comparten contenidos, establecen desafíos, generan escaladas progresivas (a más violencia, más visualizaciones y más pago); por otro, desplazan los límites según el éxito: quien hace clic, quien paga o quien se queja “no es lo suficientemente extremo”, retroalimenta el ritmo. Un stunt exitoso abre camino a otro más brutal.
Estos consumidores no buscan narrativas, ni erotismo recíproco: compran la confirmación de poder, la sensación de mandar sobre la banalidad de cuerpos que aceptan humillarse. En foros, no pocos hombres cuentan: “Pedí que le dieran con algo”, “quería más sangrado”, “si no hay lágrimas, que no molesten”. Todo un catálogo de violencia económica y simbólica.
Cuando se legitima, se normaliza
Estos contenidos no quedan en el terreno de lo virtual. Se filtran en la vida cotidiana, alimentan prácticas, moldean expectativas. El compromiso con una visión deshumanizada del sexo legitima que la agresión sea considerada entretenimiento.
Estudios sobre imagen pública sexualizada (como los de Sophie Slater o René Manilla) muestran cómo estas prácticas están interconectadas con delitos reales de abuso y agresión. Es lo que Daniela Fairchild describe como una escalada: el contenido extremo genera insensibilidad y banalización de la violencia física, emocional y sexual.
No es raro que en países donde estos contenidos circulan, aparezcan webs paralelas con violencia clandestina o se repliquen conductas reales: control, chantaje emocional, humillaciones sexuales. El hombre deja de ver un stunt y pasa a comportarse como si su cuerpo tuviera el mismo derecho de mandar sobre otro.
¿Son cómplices las plataformas?
Plataformas como OnlyFans, ManyVids o PornHub están plagadas de contenido no regulado. Su algoritmo premia lo controvertido, no lo consensuado. Las protagonistas perciben ROI (retorno económico), pero ¿a costa de qué? Se inventan historias de autoempoderamiento mientras alimentan una demanda tóxica.
Los pagos masculinos no son microtransgresiones: son micropagos de violencia. Y mientras continúen existiendo, mientras sigan generando rédito, la industria no regulará. Porque, al fin y al cabo, el acto sexual sigue siendo una mercancía para aquel que paga. El foco debe moverse del cuerpo femenino al bolsillo masculino. Las estrategias enfocadas en las creadoras (educación, límites, protección) son necesarias, pero insuficientes. Mientras el mercado sexual siga controlado por los pagadores, la violencia será capturada en vídeo.