Hay artistas que nacen con una vocación clara, y otros que la descubren en marcha, en el movimiento. Joel Meyerowitz (Nueva York, 1938) pertenece a esta segunda estirpe: la de quienes necesitan caminar, respirar otros aires, escuchar otras lenguas, para encontrarse a sí mismos. Su cámara fue durante décadas una extensión de su cuerpo: una antena sensorial con la que captó los colores y las vibraciones del mundo, sobre todo en las calles, donde se sienten más vivas las sinfonías del instante. Pero su verdadera transformación artística no ocurrió en las avenidas neoyorquinas ni en los museos: ocurrió en Europa. O, más precisamente, en una playa andaluza, bajo un sol que no se parecía a ningún otro.

La exposición que PhotoEspaña presenta en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa no es una retrospectiva al uso. Es un viaje. Uno que comienza en 1966, cuando Meyerowitz, con 28 años, decidió dejar atrás su trabajo en una agencia de publicidad y lanzarse a recorrer Europa durante un año. Llevaba consigo una cámara de 35mm prestada, ojos abiertos y hambre de mundo. Lo que encontró fue un continente cambiante, lleno de texturas y silencios, de pueblos detenidos en el tiempo y ciudades que asomaban al vértigo de la modernidad.
10 países, 25.000 fotos
A lo largo de más de 30.000 kilómetros por diez países —Inglaterra, Gales, Irlanda, Escocia, Francia, Alemania, Turquía, Grecia, Italia y, sobre todo, España— Meyerowitz tomó unas 25.000 fotografías. De entre todas esas imágenes, las que realizó durante su estancia de seis meses en Málaga ocupan un lugar central en su biografía artística. Allí no solo se convirtió en testigo de un modo de vida, sino que se sumergió en él. Fue acogido por los Escalona, una familia flamenca tradicional, y aprendió a mirar como se escucha una guitarra: con el oído del alma. “En Málaga”, recordaría más tarde, “no era solo el color de la luz, era el ritmo de las calles, el drama natural con el que la gente se movía. Era otra forma de estar en el mundo”.

La exposición revela ese asombro inicial. No hay exotismo ni paternalismo en sus retratos: hay respeto, curiosidad, presencia. En una época en la que la mayoría de los fotógrafos aún trabajaban en blanco y negro, Meyerowitz apostó por el color como vehículo expresivo. Lo hizo no por provocación, sino por intuición. Como si supiera que el alma española no podía contarse en escalas de grises. “El color se despliega a lo largo de una banda más rica de sensaciones”, escribió años después. En obras como A Question of Color, emparejaba versiones en blanco y negro y en color de la misma escena, demostrando que el cromatismo no era un adorno, sino un lenguaje emocional completo.
La muestra incluye copias de época, muchas de ellas en gran formato, que fueron parte de su primera exposición individual en el MoMA de Nueva York en 1968. Aquella exposición —inusual en su tiempo— reunía cuarenta fotografías tomadas desde la ventanilla de su coche, una suerte de diario de viaje rodante que evocaba el espíritu del flâneur, ese paseante urbano sin destino que inmortalizó Baudelaire. Pero mientras el flâneur observaba con distancia irónica, Meyerowitz lo hacía con calor humano, como si cada rostro pudiera contar una historia si se le concedía el segundo justo.

España, en plena dictadura franquista, aparece en sus imágenes sin filtros ideológicos ni énfasis políticos. No hay denuncia directa, pero sí una suerte de contrarrelato silencioso: una humanidad resistente, una dignidad íntima. En una fotografía tomada en un mercado malagueño, el gesto de una mujer que vende pescado encierra siglos de lucha. En otra, unos niños juegan descalzos bajo el sol mientras una sombra —la del fotógrafo— se cuela en el encuadre como un testigo discreto. Meyerowitz no invadía: participaba.
Hay también escenas de París, de Estambul, de Roma, de pueblos perdidos en la campiña francesa o en los acantilados irlandeses. Pero todo conduce, de algún modo, al sur. A esa luz que lo marcó para siempre y que más tarde volvería a buscar, con otra cámara y otro tempo, en Cape Cod y en Ground Zero. Cuando en 1976 cambió su equipo por una cámara de gran formato Deardorff, dijo que era como pasar del jazz a la música clásica. En esa transición se percibe un eco de su paso por Europa: la forma de mirar se había vuelto más reflexiva, más pausada, más contemplativa.

El hilo conductor de esta exposición no es solo geográfico. Es emocional. En ella asistimos a la génesis de un lenguaje fotográfico que se definiría por la sensibilidad, el asombro, la confianza en que lo cotidiano puede ser extraordinario si se lo observa con la atención debida. Meyerowitz no buscaba lo espectacular, sino lo real: la vibración secreta de las cosas cuando nadie las observa. Por eso sus fotos no envejecen. Porque no son documentos de una época, sino gestos de una mirada despierta.
Hoy, a sus 87 años, Joel Meyerowitz sigue siendo un maestro del instante. Pero fue en Málaga, en aquellas calles llenas de duende y vida, donde empezó a entender que fotografiar no es solo registrar la realidad, sino dejarse tocar por ella. Aquello que empezó como un viaje sin mapa terminó por convertirse en un destino interior. El destino de un hombre que, sin saberlo, buscaba un lugar donde mirar con todo el cuerpo. Y lo encontró en España.