Sydney Sweeney llegó a Hollywood con un talento difícil de ignorar y un cuerpo imposible de no mirar. Ese desequilibrio, entre lo que se observa y lo que se escucha, ha marcado su carrera desde el principio. A los 28 años, la actriz estadounidense es una de las figuras más visibles de su generación y también una de las más discutidas. No tanto por sus elecciones interpretativas, como en Euphoria, como por lo que su imagen provoca en una industria que todavía tiene problemas para separar deseo, control y juicio moral cuando se trata de mujeres jóvenes.
Nos encontramos en Los Ángeles, lejos de focos y alfombras rojas. Sweeney aparece vestida con vaqueros y camiseta, una elección casi programática después de la tormenta que desató su reciente campaña publicitaria con American Eagle. El lema, Sydney Sweeney Has Great Jeans, desató una discusión feroz en Estados Unidos. Algunos vieron un juego de palabras inocente con el vocablo genes (de muy similar pronunciación a jeans); otros, una alusión problemática a la genética y una reafirmación del canon blanco. También hubo quien acusó a la campaña de mirar directamente al deseo masculino.

“Me sorprendió la reacción”, dice sin rodeos. “Hice el anuncio porque me gustan los vaqueros y me gusta la marca. No apoyo las ideas que algunas personas decidieron proyectar sobre eso. Se me han asignado intenciones que no son reales”.
No es la primera vez que se ve obligada a explicar algo que, en boca de un actor masculino, habría pasado inadvertido. Ya lo había dicho en entrevistas con GQ y People. “Hice un anuncio de vaqueros. Amo los vaqueros. Los llevo todos los días. Estoy en vaqueros y camiseta casi siempre”. La insistencia tiene algo de defensa y algo de cansancio. Como si recordara, una vez más, que habitar un cuerpo visible no debería implicar un posicionamiento ideológico forzado.
Desde una mirada feminista, la polémica dice más del contexto que de la actriz. La cultura pop sigue esperando que las mujeres jóvenes se expliquen, se justifiquen o elijan bando. Sydney Sweeney no parece interesada en ese juego. No se presenta como víctima, pero tampoco acepta la culpa. “No puedo controlar cómo se interpretan las cosas”, afirma. “Sí puedo controlar quién soy”.
Ese control aparece con claridad cuando habla de trabajo. En cuanto surge La Asistenta, su tono cambia. Se inclina hacia delante y sonríe. La novela de Freida McFadden, un superventas de 2022, fue una experiencia casi física para ella. “No pude soltar el libro. Empecé a leer y no me moví hasta terminarlo. Era jugoso, adictivo. Simplemente buenísimo”.

Sydney Sweeney leyó la novela antes de tener el papel. La atraparon los giros, la ambigüedad moral y la manera en que la historia juega con las apariencias. Millie Calloway, su personaje, llega como una empleada doméstica aparentemente ingenua a una casa perfecta que pronto empieza a resquebrajarse. Nada es lo que parece. “Los personajes, las vueltas, todo eso me hizo querer estar ahí”, explica.
No es casual que le atraigan relatos donde las mujeres no encajan en moldes cómodos. La Asistenta se construye sobre una inversión constante de expectativas. El espectador cree entender quién es vulnerable y quién tiene el poder, hasta que el relato se desplaza. “Si empujas a alguien al límite, nunca sabes cómo va a responder”, reflexiona Sweeney.
Paul Feig, director de la adaptación, insiste en que la película no habría funcionado sin ella. Habla de profesionalidad, de entrega, de una seriedad absoluta en escenas que exigen extremos emocionales. La clave, dice, está en no subrayar la ironía. Tratarlo todo como si fuera real. Ahí es donde el espectador se equivoca primero y luego entiende.
Sweeney deja caer que ya se habla de una posible secuela. Lo dice sin grandilocuencia, como quien sabe que el éxito abre puertas pero no garantiza nada. “Hay una comunidad enorme de lectores. Nos gustaría poder hacer otra película y estar a la altura de lo que esperan”.
Cuando la conversación se aleja del trabajo, aparece otra imagen menos pública. Habla de la Navidad como su época favorita del año. De reunirse con sus primos. De llevar pijamas iguales. No lo cuenta como una anécdota tierna, sino como una forma de equilibrio. Un recordatorio de que, fuera del ruido, hay rituales normales de cualquier otra joven de su edad.
Sweeney no encaja del todo en la figura de estrella sexual inconsciente ni en la de actriz intelectual distante. Ella lee compulsivamente, produce, elige proyectos con cuidado sin renunciar a su imagen y, por supuesto, ni se disculpa por ella.
En un sistema que todavía juzga a las mujeres por lo que provocan más que por lo que construyen, su postura es silenciosa pero firme. No intenta convencer. No pide absolución. Simplemente sigue trabajando, ocupando espacio y reclamando un lugar que aún resulta incómodo para muchos: el derecho a una voz inteligente dentro de los cánones escritos de una mujer sexy.


