Pocos libros han cambiado el rumbo de la literatura en español como Cien años de soledad. Publicada en 1967, la obra magna de Gabriel García Márquez irrumpió como una fuerza tectónica, alterando el mapa de las letras hispanoamericanas para siempre.
Desde entonces, Cien años de soledad no ha dejado de acompañar a generaciones enteras, incrustándose en el imaginario colectivo con una contundencia casi mística. Pero mientras Macondo florecía en el papel con un poder narrativo desbordante, la realidad de su autor y su familia era otra. Una pequeña cocina en Ciudad de México, dos hijos, muchas deudas y una estufa empeñada para enviar un manuscrito.
Deudas, hijos y una máquina de escribir
Antes del éxito fulgurante de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez era un hombre con más talento que dinero. Vivía junto a su mujer, Mercedes Barcha, y sus hijos en un modesto apartamento de Ciudad de México. Cada día, mientras él se encerraba en su estudio a escribir con la obsesión de un iluminado, Mercedes se encargaba de mantener la casa a flote, estirando el dinero hasta límites insospechados y sosteniendo a toda la familia con una dignidad admirable.
La gestación de Cien años de soledad no fue un episodio de inspiración repentina ni de facilidad. Durante dieciocho meses, García Márquez se sumergió en la escritura con una intensidad casi febril, tejiendo la historia de los Buendía con frases cargadas de polvo, milagro, tiempo y condena. Y mientras tanto, las cuentas se acumulaban, los muebles desaparecían y las deudas con el carnicero, el panadero y el dueño del alquiler se convertían en parte del paisaje cotidiano.

En ese contexto, Cien años de soledad fue, antes que una novela, un acto de fe. García Márquez y Mercedes apostaron todo a esa historia que, según el escritor, le llevaba rondando en la cabeza desde que era niño. Una historia tan inmensa que necesitó vender su coche, empeñar su reloj y prescindir de casi todos sus muebles para tener el tiempo y el silencio necesarios para escribirla.
La estufa y el envío dividido
Cuando por fin escribió la última frase, García Márquez tenía en sus manos algo más que un manuscrito: tenía su destino. Decidió enviarlo a la Editorial Sudamericana, en Buenos Aires, donde Francisco Porrúa —editor clave del boom hispanoamericano— había mostrado cierto interés. Pero entonces surgió un nuevo obstáculo. El manuscrito de Cien años de soledad pesaba más de lo que podían costear en la oficina de correos. Tenían dinero para enviar solo la mitad. Literalmente.
La escena es digna de una novela del propio Gabo. El escritor y Mercedes en una oficina de correos, contando monedas con angustia, con cientos de páginas mecanografiadas encima del mostrador y el funcionario esperando una decisión. En lugar de rendirse, salieron del lugar, regresaron a casa y vendieron la estufa, la licuadora y otros objetos para pagar el resto del envío.

Así pudieron enviar el manuscrito completo, confiando en que Porrúa lo leería, lo entendería y lo publicaría.
El día que Macondo se volvió universal
Lo que ocurrió después ya es parte de la historia grande de la literatura. Cien años de soledad fue un éxito inmediato. Se vendieron miles de ejemplares en cuestión de semanas. Las reseñas fueron unánimes en su admiración. Mario Vargas Llosa habló de una “novela total”. Carlos Fuentes, de un hito. Jorge Luis Borges, aunque distante, no pudo evitar sentir cierta curiosidad.
El nombre de Gabriel García Márquez se convirtió en sinónimo de genio. Años más tarde, en 1982, el colombiano recibiría el Premio Nobel de Literatura. Pero ya entonces Cien años de soledad era mucho más que una novela: era una forma de mirar el mundo. Un territorio literario donde lo fantástico y lo cotidiano se fundían sin costuras.
La historia de los Buendía se tradujo a decenas de idiomas, se leyó en todos los continentes y elevó el realismo mágico al rango de corriente universal. Cien años de soledad se convirtió en un faro para escritores de todos los países y, aún hoy, sigue siendo la puerta de entrada de muchos lectores a la literatura latinoamericana.