Mujeres no objeto

Las zapatillas de ballet

Detrás del raso delicado de las zapatillas de ballet se esconde una historia de disciplina y dolor, pero también de arte y resistencia. Más que un calzado, son el símbolo de la belleza que nace del esfuerzo invisible

zapatillas de ballet
Imagen de Kiloycuarto.

Ligeras y rosadas como un suspiro, las zapatillas de ballet esconden tras su raso brillante y su puntera acolchada una historia compleja: disciplina, dolor, belleza, exigencia, sueño y renuncia. Son un emblema de lo femenino, de lo que se espera del cuerpo de una mujer: que sea fuerte pero parezca leve, que aguante pero no se queje, que resista en silencio mientras sonríe.

El ballet, como lo conocemos hoy, nació en las cortes europeas del siglo XVII, sobre todo en la Francia de Luis XIV, donde los hombres eran los protagonistas y bailaban con zapatos de tacón. Las mujeres, cuando se les permitió participar, lo hacían con trajes pesados y calzado rígido. Solo en el siglo XIX, con el auge del ballet romántico, las bailarinas tomaron el centro del escenario. Y con ellas, sus pies.

Marie Taglioni fue la primera en bailar en puntas, o al menos en hacerlo de forma poética. En La Sylphide (1832) flotaba como un espíritu: sus zapatillas no eran aún las actuales, pero sí el germen de lo que vendría. Desde entonces, las puntas se convirtieron en el símbolo por excelencia de la bailarina: una mujer etérea, inaccesible, suspendida por arte de magia sobre sus propios dedos.

No hay magia sin truco. Las zapatillas de ballet, especialmente las de punta, son herramientas duras. Por dentro llevan refuerzos de cartón prensado, yeso, cola o fibras modernas que convierten la parte delantera en una caja rígida. A simple vista parecen blandas, pero están pensadas para soportar el peso de un cuerpo entero sobre una superficie mínima. Las bailarinas las moldean con rituales casi artesanales: las ablandan, las pisan, les cortan el refuerzo, las doblan, las cosen a mano. Una zapatilla profesional puede durar apenas un ensayo.

El ballet exige un cuerpo disciplinado, dócil, delgado, simétrico. Las zapatillas, por bellas que sean, forman parte de ese molde. Obligan a colocar el pie de cierta manera, a sostener una línea estética incluso cuando los dedos se hinchan, se agrietan o sangran. Es parte del pacto: ocultan el esfuerzo y subliman el dolor. Como el corsé en el siglo XIX o los tacones en el XX, las puntas son también una forma de moldear —literalmente— lo que una mujer puede y no puede ser.

Al mismo tiempo, hay algo profundamente admirable en ellas. Las zapatillas permiten volar. La que baila en puntas roza el imposible: salta más alto, gira más deprisa, desafía la gravedad con una elegancia feroz. Cada paso es fruto de años de entrenamiento, de músculos fuertes, de una voluntad inquebrantable, y por eso también resultan fascinantes. Detrás de cada bailarina que gira sin esfuerzo hay una niña que lloró por llegar ahí, una adolescente que se negó a rendirse y una adulta que aprendió a ocultar sus temblores.

En el imaginario colectivo, las zapatillas de ballet son un símbolo de delicadeza. Pero no es solo eso. Son también símbolo de lo que cuesta la perfección, del trabajo invisible, del precio del arte. Por eso ocupan vitrinas en los museos, se cuelgan como amuletos en los camerinos o se guardan como reliquias después de una última función. 

Hoy las zapatillas han salido del escenario y se venden como moda urbana, como metáfora de nostalgia o feminidad. Pero su significado cobra auténtico sentido en los teatros: cada vez que una bailarina se ata las cintas, cada vez que sube a puntas y desafía la gravedad, esa frágil zapatilla se convierte en una declaración de fuerza silenciosa, ligera, pero que, como tantas otras cosas en la historia de las mujeres, deja una huella imborrable.

Espido Freire, autora de “La historia de la mujer en 100 objetos” ed.Esfera Libros, ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.

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