Hay un momento en el malickiano final de la magnífica La llegada (Denis Villeneuve, 2016), en el que la lingüista Louise Banks (Amy Adams) pregunta retóricamente a su partenaire: “si pudieras ver tu vida de principio a fin, ¿cambiarías algo?”. Sin destriparla -si no la has visto, corre a tu videoclub virtual ahora mismo-, podemos decir que Amy tiene mucho morro cuestionando algo así, porque si te sabes el antes y, sobre todo, el después – cosa que solo le pasa a ella y a Rappel-, la pregunta siempre será capciosa y un poco aprovechategui.
Pensando en esta frase después de verla por vez tropecientasmil, nunca he entendido a estas personas que se llenan la boca con el clásico mantra centenilleniam “si volviera a nacer, no cambiaría mi vida por nada. Haría y diría exactamente lo mismo. No me arrepiento de nada”.

Pues nada. Qué cabrones, oye, pienso yo. Mira tú que, en toda su vida, vamos a poner por redondear, cincuenta manzanas, edad más que provecta para haber apuntalado tu “proyecto de vida” como dicen en las entrevistas de trabajo vernáculas, has hecho todo perfecto, chico, oye, ni una cagada, los exámenes orales de diez, sin tartamudear, ni rastro de mayonesa en la comisura cuando al fin te decides a hablar con tu crush, la frase perfecta en la frutería o en el discurso de aceptación del Princesa de Asturias. En fin, todo perfecto, joer. ¡Anda ya hombre! Yo, en cambio, tengo que decir que me arrepiento de entre 20 o 30 cosas: frases, comportamientos, micro egoísmos, no estar a la altura, cagarla, en definitiva. Y hablamos de un martes antes de comer.
“A las seis de la tarde estaba totalmente arrepentido, doctora Ochoa. Me arrepiento de haberme arrepentido ahora y no antes” decía Millán Salcedo, el rey de la onomatopeya, en un gag antológico de Martes y Trece y para solaz de todos los confesores de la curia.
En el cine, también nos arrepentimos, “hijo pío”.
Grandes directores, cineastas de reconocido talento que han metido la pata hasta el corvejón y que no solo se arrepienten a las seis de la tarde, sino que desearían borrar de la faz de la tierra, aunque no lo reconozcan, determinado filme. Eso sí, veinte años más tarde, más o menos cuando se acaba la promoción y la puede emitir hasta José Frade.
Hasta el mejor escribano echa un borrón. Y no es cuestión de meter el informe entero de la UCO, ya me entiendes. Con unos ejemplillos para ilustrar basta. Por empezar bien arriba diremos que sir Alfred Hitchcock, que, en más cincuenta películas, haya errado el tiro en una, La trama (1976), y no demasiado, (le salva su involuntario tono de comedia), no solo no le resta valor a una carrera que, como diría Augusto M. Torres en su fundamental Diccionario de directores de cine (Ediciones del Prado) “solo con sus largometrajes británicos crea una obra en extremo coherente que bastaría para situarle en un lugar destacado de la historia del cine”, sino que, por contraste, da aún más valor al resto de su brillante e innovadora filmografía , o, como nos dice la sabiduría popular, “si comes todos los días angulas, el plato de macarrones te sabe a fosa séptica”.

De cualquier forma, la fallida última película de Hitch parece una obra maestra comparada con el destajismo con el que Woody Allen despacha su tienda de chacinería en el último tercio de su carrera. Este caso es especialmente paradigmático: ya dijimos por aquí que era el turista más caro del mundo. Y es especialmente doloroso, al menos para mí. Amo tanto su cine que, si tuviera que salvar una sola peli de una invasión de megalodones nazis, probablemente sería Manhattan (1979), el “aire de las Meninas”, pero del cine: otra isla bonita, para, por lo menos, recibir a los hostiles marcianos con una sonrisa y explicarles lo que es el arte en imágenes. Nadie hay que me ponga de mejor humor, ni que tensione más mi naturaleza occidental y urbana. Cuando me entra la “parálisis del análisis”, ante la mandanga audiovisual que tengo dentro del mando, siempre escojo una de él: Hannah y sus hermanas (1986), Maridos y mujeres (1992), Annie Hall (1977), la que sea. Me pasa lo mismo con Ramones y la música. Siempre tiro de ellos. Son mi commodity. Esto no significa, quien bien te quiere te hará llorar, que no haya dado una en los últimos 20 años: algunos momentos aislados, sí, pero ninguna obra redonda desde Match Point (2005). Así que tienes un montón de pelis para escoger en su tan poco judío sentido del arrepentimiento: te aconsejo que empieces con las de capital español, curiosamente: Vicky Cristina Barcelona (2008) – ¿qué clase de nombre es ese para una película? – o la más reciente El festival de Rifkin (2020). Horribles, ambas. Mal rodadas, desastradas. Con todo, (casi) año tras año, generalmente cuando cae el otoño, me pongo mis mejores pantalones de pana y acudo al cine para decepcionarme de nuevo. Pero, quién sabe, Woody es aún joven y puede que guarde un as en la manga. Yo no pierdo la esperanza.

Regresando a Celtiberia, el que tiene un buen manojo de anchoas es Pedro, aunque este jamás lo va a reconocer, ni aunque le amenacen con afiliarle al PP. Quizá dentro de setenta u ochenta años, cuando decida por fin dejar de hacer cine, alguien que no sea Boyero dirá que Los amantes pasajeros (2013) es una aberración anti gay friendly, que La piel que habito (2011) es una comedia involuntaria a la altura de las de Abrahams & Zucker, que Madres paralelas (2021) está rodada con el manual para directores de Ed Wood prologado por el otro Pedro, o que las líneas de diálogo entre Julianne y Tilda de La habitación de al lado (2024) parecen escritas a cuatro manos ente Pedro Ruiz y Fernando Arrabal después de tomarse una seta tóxica.

¿Y a qué viene este ejercicio de nostalgia masoquista?, te preguntarás, con razón.
Pues que todavía estoy digiriendo la enorme decepción que me han supuesto las últimas producciones de dos de los mayores creadores que este bendito arte nos dado. Uno, indiscutible, Francis Ford Coppola, tanto como lo es su insoportable fiasco Megalópolis (2024) del que ya he escrito demasiado, y del me estoy recuperando, poco a poco, en casa, con muletas, y viendo Apocalypse Now (1979), en formato non-stop, como si fuera una performance. El otro tortazo, más inesperado por inédito en su medio (el streaming) y por la genialidad de su autor, Wong Kar-wai, que muchos creíamos infalible, director de Deseando amar (200) una obra maestra contemporánea que va creciendo en el subconsciente colectivo a medida que pasan los años y que paradójicamente dialoga con la última serie que acaba de tirarnos a la cara y que se llama Blossoms Shanghai (2023). 30 capítulos que son 30 visitas al proctólogo.

Pero permíteme que no escriba hoy de esto. Me da demasiada pena. Sequoias que caen como mi Ficus Lyrata de Ikea. Acabo de leer unas declaraciones de Woody Allen en las que insinúa que no va a volver a dirigir una película: “todo el romance del cine se ha acabado”, dice.
¿Qué voy a hacer yo con mis pantalones de pana?