Huérfanas de series

Por qué ‘Nobody wants this’ es la peor serie de Netflix

La serie de Erin Foster, con Kristen Bell y Adam Brody al frente, promete renovar la comedia romántica pero entrega una historia vacía, superficial en su tratamiento del judaísmo y anclada en dinámicas machistas que la convierten en el mayor tropiezo reciente de Netflix.

Por qué 'Nobody wants this' es la peor serie de Netflix
Por qué 'Nobody wants this' es la peor serie de Netflix

La nueva comedia romántica de Netflix, creada por Erin Foster, estrena su segunda temporada envuelta en todo lo que suele anunciar un éxito seguro: un reparto conocido, una premisa “original”, una factura visual cuidada y dos temporadas lanzadas en rápida sucesión tras su estreno en septiembre de 2024. Sobre el papel, parecía una apuesta clara por renovar la rom-com con un diálogo contemporáneo entre el mundo secular y el religioso. Pero su desarrollo narrativo, el tratamiento superficial de los temas y la debilidad estructural de sus personajes han acabado situándola en el centro de las críticas más duras de la prensa estadounidense, que rápidamente detectó que bajo sus buenas intenciones había poco que rescatar.

La trama sigue a Joanne (Kristen Bell), una mujer agnóstica y egocéntrica que dirige un podcast sobre sexo y relaciones, y que un día conoce a Noah (Adam Brody), un rabino recién salido de una relación seria. A partir de ese encuentro casual, la serie construye una historia de amor sostenida sobre el supuesto choque entre dos mundos, un planteamiento aparentemente fresco que se diluye desde el primer capítulo. El resto del reparto lo forman Justine Lupe, Timothy Simons y Jackie Tohn, entre otros. Aunque algunos medios han reconocido la química entre Bell y Brody, la acogida general no ha sido positiva. Time subrayó que la serie es “fácil de ver” pero “sorprendentemente distante de las relaciones reales entre judíos y no judíos”, mientras que Variety la resumió con un título lapidario: “A Weightless Romance”, una historia liviana sin verdadera sustancia.

Ese vacío se manifiesta de manera evidente en su incapacidad para funcionar como comedia romántica. La serie no hace gracia: no hay gags memorables, no hay escenas que sorprendan, no hay chispa. El humor se queda en una superficie insípida que ni divierte ni acompaña al desarrollo emocional de la pareja. El guion intenta apoyarse en la química entre los actores, pero acaba dependiendo tanto de ella que se vuelve frágil. En lugar de risas o ternura, lo que predomina es una extraña sensación de indiferencia, como si la serie se limitara a ejecutar los pasos obligatorios de una rom-com sin querer arriesgar en nada.

A esta falta de humor se suma un problema estructural: los conflictos aparecen de la nada y se desvanecen igual de rápido. Cada episodio introduce un pequeño problema —relacionado con la fe, la familia, la identidad o el pasado sentimental— que apenas tiene tiempo de desarrollarse antes de ser resuelto con prisas, sin matices y sin credibilidad. La primera ya terminaba con uno de esos finales epifánicos y sin sentido que las comedias románticas repiten a menudo… un feel-good insustancial y poco persuasivo. Esa descripción encaja perfectamente con el conjunto de la serie: resoluciones apresuradas, sin consecuencias reales, sin crecimiento emocional y sin un arco coherente. Y sorpresa: el final de esta temporada repite el mismo patrón.

Todo esto sería más fácil de aceptar si la serie al menos profundizara en el tema que pretende situar en el centro: el judaísmo. Pero la visión que ofrece de la fe es superficial hasta lo decorativo. El judaísmo aparece reducido a anécdotas, comidas, dudas culturales y conflictos familiares ligeros. No hay exploración de la liturgia, ni del vínculo comunitario, ni de la relación con Dios, ni del significado de pertenecer a una tradición religiosa. Aunque algunos medios apuntaron que “la fe nunca es el chiste”, lo cierto es que tampoco llega a ser el centro de nada. Una rabina estadounidense incluso publicó una carta abierta en la que denunciaba que la serie convertía el mundo judío en un estereotipo, ignorando la espiritualidad real que sostiene a las comunidades. La tensión entre lo secular y lo religioso, que podría haber sido el motor dramático, queda reducida a chispazos superficiales.

Nobody Wants This

A esta falta de profundidad se le suma un problema evidente desde una perspectiva feminista: la historia es esencialmente machista. El eje alrededor del que gira todo es la posible “conversión” de Joanne para encajar en la vida de Noah, como si la fe fuera un trámite que una mujer puede asumir —o fingir— para integrarse en el mundo del hombre al que ama. Eso coloca a la protagonista en un rol de adaptación constante, subordinando su identidad, su trayectoria profesional y sus creencias a la comodidad emocional de él. Su propia búsqueda interior apenas importa; lo relevante es si encaja o no en la estructura religiosa de su pareja. Nada en la serie sugiere que Noah deba transformarse, renunciar a algo o comprometer su mundo para acogerla. Esa asimetría, tan anticuada y tan rancia, convierte la supuesta modernidad de la serie en un artefacto que repite clichés de género que ya deberían haber quedado atrás.

El resto de personajes secundarios no ayuda a sostener el conjunto. Morgan (Justine Lupe), la hermana de Joanne, tiene un papel tan reducido que apenas existe más allá de comentar las decisiones ajenas. Sasha Roklov (Timothy Simons), el hermano de Noah, es una caricatura sin conflicto propio, un intento de alivio cómico que nunca llega a funcionar. Esther Roklov (Jackie Tohn) arrastra un estereotipo de mujer judía controladora que ha sido criticado públicamente, aunque la actriz haya defendido su papel. Lynn Williams (Stephanie Faracy), la madre de Joanne, se queda atrapada en un arquetipo simplista de madre liberal sin sustancia emocional. Incluso los miembros de la sinagoga aparecen más como un decorado que como una comunidad viva. Nada en este universo respira autenticidad: todos los personajes orbitan alrededor de los protagonistas sin vida propia, sin historia, sin matices.

La paradoja de Nobody Wants This es que su reparto es talentoso y sus intenciones, aparentemente nobles, pero todo ello se estrella contra un guion que no sabe qué quiere contar ni cómo contarlo. La serie se presenta como una reinvención de la comedia romántica interreligiosa, pero evita comprometerse con cualquier profundidad: no arriesga en lo emocional, no explora lo espiritual, no rompe con los estereotipos de género y no ofrece humor. Lo que queda es un producto liviano, olvidable, en el que nada se sostiene salvo la sensación de que había otra historia posible, mucho mejor, que nunca llegó a contarse.

TAGS DE ESTA NOTICIA