Rosalía, la conservadora que no conserva mucho

La iconografía de Rosalía puede parecer tradicional, pero su manera de usarla es profundamente contemporánea y revolucionaria

Durante años, Rosalía ha sido una figura imposible de encasillar. Su estética puede evocar lo tradicional, lo sacro, lo castizo o incluso lo conservador. Pero sus gestos, sus declaraciones y su manera de entender el mundo contradicen de forma directa cualquier intento de colocarla en ese lado del espectro ideológico. La paradoja es evidente. La artista parece, a los ojos de muchos, una artista conservadora. Pero, a todas luces, no lo es.

La estética de lo sagrado

Desde que irrumpió con El mal querer, Rosalía ha construido una iconografía visual que bebe de las raíces más hondas de la cultura española. En sus videoclips aparecen vírgenes, procesiones, lágrimas, peinetas, uñas que podrían pertenecer a una Virgen barroca, hombres con capirotes y camiones adornados con cruces de neón. Esa imaginería, que mezcla el catolicismo con la estética popular, le otorga un aura de tradición que algunos han interpretado como conservadora.

El problema es que el símbolo —cuando se muestra descontextualizado— deja de pertenecer a su origen y se convierte en signo estético. Rosalía no utiliza la cruz para evangelizar, sino para interrogar la espiritualidad. No viste de mantilla para defender las costumbres, sino para resignificarlas. Lo que para muchos es un guiño al pasado, para ella es un laboratorio visual donde lo sacro y lo profano se entrelazan.

En El mal querer, inspirado en una novela occitana del siglo XIII, la artista jugó a ser mártir, santa y pecadora al mismo tiempo. Y en Motomami, su estética se volvió aún más contradictoria: lo religioso convivía con lo erótico, lo espiritual con lo cibernético, la pureza con la carne. Esa tensión visual —tan española, tan contradictoria— es precisamente lo que ha llevado a algunos críticos a definir su universo como “conservador en la forma, pero subversivo en el fondo”.

El espejismo de la tradición

Parte de las críticas hacia Rosalía proceden de un malentendido cultural. Al incorporar símbolos religiosos o elementos del folclore andaluz, la catalana ha sido acusada de apropiación cultural o de fetichizar lo popular. Pero detrás de esa acusación hay también una lectura superficial: la idea de que lo tradicional pertenece solo a los conservadores, y que recuperarlo visualmente es una forma de nostalgia política.

Sin embargo, Rosalía hace algo más complejo. No idealiza la España de los santos y los toros: la convierte en materia prima para un relato global. Reinterpreta los códigos visuales de lo que históricamente fue “lo español” y los fusiona con el lenguaje del pop contemporáneo. De ese choque surge su singularidad. La artista que puede vestir como una Virgen sevillana y bailar con autotune.

Rosalía, la conservadora que no conserva mucho
‘LUX’ es el nuevo disco de Rosalía
Rosalía

 

A los ojos del público internacional, esa mezcla resulta exótica y poderosa. A los ojos de ciertos críticos locales, puede parecer una forma de “conservar” una imagen tópica del país. Pero lo que Rosalía conserva no es la tradición: es la memoria estética de una cultura que aprendió a vivir entre la culpa, el deseo y la devoción. Su trabajo no es político en el sentido militante, pero sí en el simbólico. A fin de cuentas, le da la vuelta al mito.

Una mujer nada conservadora

El contraste entre su estética y su ideología pública no puede ser mayor. Rosalía ha dejado claro en múltiples ocasiones que está lejos de posturas conservadoras. En 2019, tras el auge del partido ultraderechista Vox, escribió un contundente “Fuck Vox” en redes sociales. Un gesto simple, pero significativo. También ha apoyado abiertamente el derecho al aborto, luciendo el pañuelo verde durante una actuación en México. Y ha mostrado su respaldo al colectivo LGTBI, tanto en sus declaraciones como en su iconografía.

Lejos de la rigidez, Rosalía representa una generación que no siente la necesidad de alinearse con banderas políticas, pero que sí tiene claras sus convicciones sociales. Es feminista, cosmopolita y consciente del poder de su voz. En ese sentido, más que una conservadora, es una artista que juega con los signos de lo conservador para vaciarlos de su peso ideológico.

Su imaginería puede evocar al catolicismo tradicional, pero sus letras hablan de libertad, deseo y empoderamiento. En Di mi nombre, lo sagrado se confunde con lo sensual. Y en Aislamiento, lo espiritual se mezcla con la pérdida y la piel. En sus manos, los símbolos de la tradición dejan de ser dogma para convertirse en materia de arte.

El valor de la contradicción

Lo que hace fascinante a Rosalía es precisamente su capacidad para habitar la contradicción. En un tiempo en el que todo tiende a clasificarse —progresista o conservador, auténtico o impostado, local o global—, ella habita la frontera. Sus visuales pueden recordar a los retablos barrocos, pero su sonido pertenece a un mundo interconectado de reguetón, electrónica y vanguardia.

Su manera de entender la cultura es más antropológica que ideológica. Observa las tradiciones como si fueran piezas de museo y las transforma en un discurso pop que dialoga con la estética de la calle y con la iconografía religiosa al mismo tiempo. Por eso, cuando se dice que Rosalía “parece conservadora”, en realidad se está hablando de otra cosa: del poder de los símbolos para confundirnos.

Rosalía, la conservadora que no conserva mucho

En el fondo, lo que hace es romper la jerarquía entre lo culto y lo popular. Un gesto que, más que conservador, es revolucionario. Porque rescata los códigos que la alta cultura despreciaba y los coloca en el centro del arte contemporáneo. Es un acto de rebeldía que, paradójicamente, utiliza las formas del pasado.

El espejo roto de España

Hay también una dimensión nacional en este debate. Rosalía refleja una España que no termina de reconciliarse con su propio pasado simbólico. La imaginería religiosa, el folclore y la estética popular siguen cargados de lecturas políticas. Por eso, cuando una artista como ella se apropia de esos códigos sin ironía, provoca incomodidad: parece estar recuperando algo que muchos creían superado.

Pero esa incomodidad es precisamente su fuerza. La catalana no restaura la tradición: la desnuda. Y al hacerlo, nos obliga a mirarla sin prejuicios. En sus manos, lo que parecía un gesto conservador se convierte en una pregunta: qué hacemos con todo lo que fuimos.

Rosalía
Rosalía, en una escena del videoclip de ‘Berghain’ youtube

Su estética no busca preservar, sino tensionar. El pasado aparece en su obra como un eco distorsionado, como un espejo roto que refleja a una España que aún no sabe si quiere ser moderna sin dejar de ser ella misma. En esa grieta, entre la devoción y la pista de baile, Rosalía construye su imperio simbólico.

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