La supuesta existencia de una mujer papa se remonta al menos al siglo XIII, cuando aparece en la Chronica Universalis Mettensis del dominico Jean de Mailly y después, con más detalle, en el Chronicon Pontificum et Imperatorum de Martin de Opava. En este último se explica que la papisa, conocida por los nombres masculinos de Johannes Anglicus (por su origen sajón) o Johannes de Mainz, vivió en el siglo IX y ocupó el trono pontificio hacia el año 850, entre León IV y Benedicto III, poco después del fallecimiento de Carlomagno.
En esencia, la biografía en absoluto oficial de la papisa afirma que esta nació en Mainz, en tierras germanas, siendo de origen inglés. Sus padres, un monje y una piadosa mujer, la educaron en las Escrituras y desde su más tierna edad destacó en el estudio y comprensión de las mismas. Siendo adolescente, enamorada del joven monje Frumentius, toma sus mismos hábitos haciéndose pasar por hombre, para compartir sus vidas en el monasterio de Fulda como copistas. A lo largo de los años, Juana, ahora Juan, profundiza en sus estudios teológicos, llegando a destacar muy por encima de sus compañeros de monacato y de los mayores eruditos cristianos de la época.

Separada de su amante, tras viajar por varios países manteniendo su hábito masculino, Juana llega a Roma, donde sus conocimientos, piedad y talante le ganan el favor del papa León IV, que la eleva de posición y a cuyo fallecimiento es ascendida (no existía todavía el complejo ritual del cónclave) al sitial del máximo pontífice. Durante dos años se mantiene en el trono de San Pedro, pero sus pasiones la traicionan y su verdadero sexo se revela dramáticamente cuando durante un acto religioso da a luz prematuramente, muriendo en el parto junto al recién nacido.
Distintas versiones de esta historia circulan a lo largo de los siglos, pese a que la Iglesia las desmiente o más bien, según sus detractores, se empeña en ocultar su existencia, borrando incluso el nombre de Juana de los registros vaticanos. Lo cierto es que no existe prueba alguna de la presencia real de un papa Juan (o Juana) en el siglo IX. La mayoría si no todos los historiadores y eruditos actuales, tanto católicos como laicos, coinciden en afirmar su naturaleza legendaria y ficticia, como ocurre con tantas otras grandes figuras medievales.

Pero es igual. La ficción, pese al dicho, supera a la realidad. La papisa Juana, como otros héroes arquetípicos de las llamadas edades oscuras, vive en el imaginario colectivo casi con el mismo vigor que el Rey Arturo, Robin Hood o Guillermo Tell. Porque, como ellos, representa un anhelo, un sueño (o pesadilla, según para quién), que conecta con los deseos, las dudas y especulaciones de una parte importante de la humanidad, tanto cristiana y creyente como laica y escéptica. El desafío al dogma de la Iglesia que representa el ascenso al papado de una mujer, así sea por medio del engaño y el disfraz, es lo de menos si se considera que lo conquista al mostrar y demostrar una mayor erudición y conocimientos teológicos, filosóficos y morales que sus contemporáneos masculinos, a quienes vence en todo debate escolástico que se le ponga por delante.
En una época en que la Iglesia todavía discutía si las mujeres tienen alma, que una de ellas se eleve hasta San Pedro en alas de su intelecto, aún cuando sea creación colectiva de la fantasía rebelde de heterodoxos y herejes, supone un atrevimiento único. Arroja sobre el tapete una cuestión que en pleno siglo XXI, pese al “liberal” papa Francisco que nos ha dejado y a su supuestamente no menos “progresista” sucesor, sigue cuestionando las bondades esenciales de la Iglesia Católica, subrayando su aparente misoginia intrínseca, de origen bíblico milenario. Su negativa a dar cabida en el sacerdocio a la mujer, reconociendo su igualdad con el hombre, secularmente negada por su tradición, como evidencian las polémicas sentencias de figuras como San Pablo y San Agustín o de padres de la Iglesia como Orígenes y Tertuliano, entre otras muchas.

La papisa Juana ofrece, como símbolo, una plasticidad perfecta tanto para aquellos teólogos católicos reformistas partidarios de la integración de la mujer en el sacerdocio, como para los críticos agnósticos y anticlericales que consideran y han considerado, Ilustración mediante, la religión y, sobre todo, la organización eclesiástica, corruptas formas de poder temporal, supersticioso y manipulador. A esta segunda postura responde la versión literaria más popular y conseguida del personaje, la novela del griego Emmanuel Royidis La papisa Juana, publicada en 1866. Admirada por Mark Twain o Alfred Jarry, sería el británico Lawrence Durrell quien la daría a conocer modernamente, gracias a su versión en inglés, publicada en 1954.
Se trata de una exquisita y divertida sátira que parodia formalmente las vidas de santos, dejando traslucir sus simpatías por el paganismo, su anticlericalismo y una severa crítica de la hipocresía, superstición y abusos de la Iglesia, no solo católica sino también ortodoxa. De hecho, la obra fue calificada por el Santo Sínodo ortodoxo como blasfema, y a punto estuvieron esta y su autor de ser oficialmente excomulgados (no llegó a ocurrir y el escéptico pero creyente Royidis murió en 1904 en el seno de la Iglesia griega, habiendo defendido siempre la historicidad del personaje y su existencia).

Royidis, pese a su tono satírico y picaresco, no deja de afirmar las virtudes de Juana, pues “En aquella inmensa oscuridad los conocimientos de nuestra heroína brillaban como un faro en una noche de niebla”. A través suyo reivindica el amor carnal y las alegrías de Eros, así como insinúa el nexo entre los superiores conocimientos de la papisa y las tradiciones paganas que la Iglesia condenó a la hoguera (mientras las adaptaba a su nuevo culto y santoral): “También estudió medicina y, según las malas lenguas, era bastante versada en principios de la brujería; se decía que podía obligar a los espíritus malos de la época (los antiguos dioses Baco, Hera, Pan y Afrodita) a que abandonaran las puertas de la oscuridad y acudieran presurosos a su convocatoria”. Interpretación que podemos ligar a la enigmática carta “La papisa”, del Tarot de Marsella. En definitiva, con humor y erudición, ironía y sensualidad, el moderno autor griego no deja de crear con su Juana una heroína moderna, compleja, ambigua y llena de matices, cuestionando la misoginia y el cinismo de las instituciones eclesiásticas de antaño… y de hogaño.
Menos popular que los citados Arturo, Robin Hood o Guillermo Tell, debido sin duda a ser mujer y tener un papel más bien poco católico en la Historia, Juana ha conocido al menos dos adaptaciones cinematográficas de su leyenda: La papisa Juana (1972) de Michael Anderson, con Liv Ullmann en el papel protagonista, siendo encarnada después por Johanna Wokalek en la más reciente La mujer papa (2009) del alemán Sönke Wortmann, que mereció las censuras del Vaticano. Incluso ha hecho alguna aparición en videojuegos, como en Persona 5, con el nombre de Johanna.

Siguen publicándose novelas históricas inspiradas en su supuesta realidad, así como ensayos que tratan de demostrarla o bien todo lo contrario. Tan real o ficticia como queramos y podamos creer, la papisa Juana nos mira con ceño fruncido desde la oscuridad de los tiempos medievales, mientras sigue interrogando a los nuestros: ¿Por qué la mujer tiene prohibido el sacerdocio católico? Hoy, esta cuestión sigue siendo tan oscura, teologal, hermética, polémica, esotérica y dogmática como los Misterios de la Transubstanciación, la Santísima Trinidad, la Inmaculada Concepción o la infalibilidad del papa, dogma este último que data de 1870. Apenas cuatro años después de la publicación original de la novela de Royidis.