Crítica de cine

‘El último verano’, o cuando el deseo impone su ley

Catherine Breillat vuelve a confrontar las decisiones complicadas e impulsivas que a menudo lamentables que los seres humanos tomamos

Lea Drucker y Samuel Kurscher en 'El último verano'

Lea Drucker y Samuel Kurscher en 'El último verano'

La francesa Catherine Breillat ha dedicado su carrera a investigar aspectos de la sexualidad femenina que consideramos transgresores o prohibidos a través de personajes que subvierten las expectativas sociales, desafiando en el proceso lo que conocemos como la mirada masculina y asumiendo que, en todo caso, el placer femenino también puede resultar problemático. Su primera película en diez años, El último verano, se alinea con títulos previos de su filmografía –36 fillette (1988), Romance X (1999), Anatomía del infierno (2004)- en cuanto que confronta las decisiones complicadas, impulsivas y a menudo lamentables que los seres humanos tomamos cuando nos dejamos llevar por el deseo.

La película se basa en la cinta danesa Reina de corazones (2019), aunque abandona las intenciones más convencionalmente moralistas de ese modelo al hablar de Anne (Léa Drucker), una mujer de mediana edad que parece tener una vida envidiable. Tiene un matrimonio aparentemente envidiable con un hombre rico, Pierre (Olivier Rabourdin), y dos adorables hijas adoptivas, y vive en una casa imponente. Asimismo, Anne es una abogada de éxito especializada en casos de abuso de menores. En la escena inicial de la película, la oímos decirle a una joven clienta que la contrató para un caso de violación que “la víctima a veces se convierte en el acusado”, y ese aviso cobrará especial relevancia varias escenas de la película después cuando, a riesgo de echar esa existencia aparentemente perfecta por la borda, Anne se embarque en una relación tórrida y prohibida.

Fotograma de 'El último verano'

Fotograma de ‘El último verano’

La armonía doméstica se ve alterada cuando se muda al hogar Théo (Samuel Kircher), el hijo de 17 años que Pierre tuvo con su primera mujer, y a quien su madre ha dado por imposible a causa de sus problemas de comportamiento. Desde el principio, Anne no se deja intimidar por la actitud arisca y tácitamente hostil del joven e intenta posicionarse entre padre e hijo para apaciguar la relación que ambos mantienen y ejercer de algo parecido a una mediadora; en lugar de eso, no tarda en verse envuelta en un apasionado romance con el muchacho.

El ilícito idilio parece despertar en ella impulsos que había olvidado tener. El sexo que mantienen es arrebatado e impetuoso. Entregada al placer, ella emite ruidos que no se había oído a sí misma en muchos años, e instruye a Théo para que practique el sexo oral exactamente como a ella le gusta. Dado que Pierre se ausenta a menudo por viajes de negocios, la relación cubre un vacío y una necesidad que llevaban marcándola desde hacía mucho tiempo. Desde casi el principio, eso sí, queda claro que Anne siente en su interior la batalla que libran sus valores y sus impulsos. En su trabajo, ella se dedica a proteger a mujeres jóvenes que han sido víctimas de hombres mayores, por lo que es muy consciente de los límites que está cruzando con Théo. El chico es un miembro de su familia aunque no exista una relación sanguínea entre ellos y, pese a que legalmente ha superado la edad mínima de consentimiento, todavía es un crío; existe una gran diferencia entre los roles que ambos desempeñan no solo en el seno de la familia sino también en el de la sociedad. Pese a ser consciente de ello, sin embargo, no se muestra capaz, o dispuesta, de poner fin al romance.

Como en la mayor parte de su cine, aquí Breillat se muestra menos interesada en el sexo como vehículo para el erotismo que como motor de dinámicas de poder. Puede que Théo no se dé cuenta de que Anne se está aprovechando de él, pero indudablemente es así. Ella lo tiene todo, y las herramientas para seguir teniéndolo, y en cuanto su mundo se ve amenazado sabe exactamente qué hacer porque, después de todo, lo ha aprendido a lo largo de los años de los hombres a los que se ha visto expuesta por su trabajo. Tiene muy claro qué debe decir para que la crean, y cómo poner el pueril comportamiento de Théo en su contra. Y eso explica que, en cuento Pierre descubre el engaño, ella se convierte en el tipo de depredador del que suele defender a sus clientes, y la fuerza de convicción que exhibe en el proceso resulta aterradora. Breillat, en todo caso, se niega a juzgarla, y de ese modo vuelve a usar su cine para llevarnos al límite de lo aceptable. Después de todo, si bien estamos acostumbrados a que hombres supuestamente respetables abusen de su poder para obtener gratificación sexual -eso no significa, claro, que no lo condenemos-, nos sigue sorprendiendo que una mujer haga lo mismo.

En lugar de resolver El último verano recurriendo al melodrama, Breillat prefiere usar la película para adentrarse detrás de las fachadas con las que interactuamos con el mundo para explorar la capacidad de autoengaño y el instinto de supervivencia que todos anidamos en nuestro interior, y que no dudamos en manejar para salvar la distancia que a menudo separa aquello que queremos de lo que deberíamos querer.

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