En Personas, lugares y cosas, Irene Escolar ofrece una de las interpretaciones más radicales, vulnerables y técnicamente complejas de su carrera. La obra —un texto afilado y emocionalmente devastador del dramaturgo británico Duncan Macmillan, dirigido en el Teatro Español por Pablo Messiez— retrata el proceso de desintoxicación de Emma, una actriz que entra en una clínica para iniciar un tratamiento que desborda sus propias capacidades de supervivencia. El título apunta directamente al eje conceptual de la función: las personas, los lugares y las cosas que pueden desencadenar una recaída, aquello que nos amenaza cuando intentamos reconstruirnos desde cero.
Irene Escolar encarna ese proceso con una precisión casi quirúrgica. Su Emma es una mujer en guerra consigo misma: lúcida y mentirosa, brillante y frágil, llena de humor y devastada por un pozo interno que nunca termina de nombrarse. La actriz transita con una naturalidad asombrosa entre estados físicos y emocionales opuestos: la intoxicación, la abstinencia, el temblor, el miedo y, más tarde, la tímida y torpe posibilidad de la aceptación. Todo ello articulado desde un trabajo corporal que no busca exhibirse, sino sostener el derrumbe de un personaje cuyo cuerpo es también el campo de batalla.
Los días en la clínica de desintoxicación junto al grupo de profesionales y pacientes serán el marco en el que Duncan Macmillan desplegará este viaje hacia el corazón del trauma, en la búsqueda por sanar la herida. ¿Cómo volver a estar aquí, después de tanto querer irse? En la obra no hay certezas pero sí un acción sostenida: la de escuchar. Escuchar a los otros, dejar de mirarse por un rato. Y así, verse mejor. Saberse parte de un grupo que conoce tanto del placer como del sufrimiento. “Estoy aquí. Estás aquí. Estamos aquí” dice Emma. Y algo del dolor se calma al saberse cerca.

Una obra sobre la verdad… y las mentiras que nos sostienen
Macmillan plantea una estructura vertiginosa en la que la protagonista debe enfrentarse a la verdad de su vida, no solo a la adicción. Emma llega a la clínica con la arrogancia típica del superviviente: cree que puede controlar su narrativa, sus máscaras y su ingenio. El texto evita la retórica moralizante y se adentra, en cambio, en los mecanismos de la negación, del autoengaño y del miedo más profundo. Messiez lo entiende y lo traduce en un montaje vivo, frenético por momentos, donde el escenario se transforma casi en un estado mental: una sala de terapia que se vuelve un túnel, un hogar que parece una herida, un espacio teatral que es al mismo tiempo refugio y amenaza.
Personas, lugares y cosas es una obra excepcional. No solo por la magnitud de su tema —la adicción como fractura íntima que desordena vínculos, identidad y memoria—, sino por la capacidad del montaje para sostener una intensidad constante sin caer en el sensacionalismo. La forma es precisa, pero nunca fría. El dolor está ahí, pero no se convierte en espectáculo. Escolar dosifica su energía con inteligencia: ilumina lo cómico en medio del desastre, permite que el caos se vuelva verosímil y consigue que el público respire con ella, incluso cuando la función exige atravesar zonas oscuras.

La interpretación de Escolar: una caída sin red
Lo que hace Irene Escolar en escena es un acto de riesgo medido al milímetro. Su Emma es torpe, imprevista, arrolladora, incapaz de pedir ayuda y, sin embargo, desesperadamente necesitada de ella. En su composición habitan todas las contradicciones de la adicción: la lucidez mezclada con el autoengaño, el carisma como máscara, la ira a punto de quebrarse, el humor como defensa frente a la vergüenza.
Irene Escolar entiende que la adicción no es un estereotipo, ni una caricatura, ni una colección de tics físicos; es un laberinto emocional. Por eso su cuerpo se muestra exhausto, pero no melodramático; su voz fluctúa sin buscar la lágrima fácil; su mirada —inquieta, tensa, casi siempre perdida— narra una biografía entera sin necesidad de sobreexplicarse. La actriz trabaja desde una sensatez poco habitual cuando se aborda un personaje tan extremo: no subraya, no fuerza, no embellece. La verdad aparece porque todo está afinado.
El espectador no solo ve el deterioro, sino la dificultad de reconocer el problema, la imposibilidad de sostener relaciones sanas, la fragilidad absoluta de quien no cuenta con una red de seguridad (o cuenta con una que le inflige más daño que consuelo). Y ahí radica gran parte de la emoción del montaje: Emma no es un monstruo, ni una víctima perfecta. Es una mujer intentando sobrevivir.

El elenco: sostener lo invisible
Aunque Irene Escolar ocupa el centro absoluto de la obra, el resto del reparto contribuye de manera decisiva a su impacto. En particular, la actriz que interpreta a la terapeuta de Emma —que a la vez encarna a su madre y a otras figuras que se desdoblan en la mente de la protagonista—, Sonia Almarcha, añade capas fundamentales a la lectura emocional de la función.
Su presencia es firme, calmada, profundamente humana. Su voz marca un ritmo alternativo al torbellino de Emma: es la frontera entre la caída y la posibilidad de sostenerse. Cuando funciona como terapeuta, su personaje encarna la rigidez necesaria para que la protagonista no vuelva a enredarse en sus propias excusas. Cuando aparece como madre, introduce la complejidad de un vínculo atravesado por el dolor, la decepción y el amor cansado. Esa doble función —o triple, o múltiple— ofrece a la obra una dimensión ética y emocional que trasciende la mera representación de la adicción.
El resto del elenco —los pacientes, los compañeros de terapia, los trabajadores del centro— contribuye a un ecosistema vivo que Messiez maneja con fluidez. Ningún personaje está al servicio del tópico: todos tienen aristas, secretos, espacios de silencio. La obra no pretende explicar la adicción de manera sociológica, sino acompañar el proceso íntimo de quienes intentan abandonarla.
Pablo Messiez y la arquitectura del derrumbe
El trabajo de Messiez es otro de los grandes puntos destacables de la obra. Su dirección dota a la obra de un ritmo que oscila entre la urgencia y la pausa, entre la velocidad y el temblor. El escenario —de líneas limpias y cambios abruptos, convertido en recoveco emocional de la protagonista— permite que el espectador entre en los estados de Emma sin artificio. La iluminación, casi respiratoria, acompaña la transición entre la conciencia y el delirio; el sonido se vuelve parte del estado psicológico; la fisicidad del elenco crea, por momentos, un espacio clínico y, por momentos, un delirio teatral.

El director evita convertir la obra en un manifiesto. No hay moraleja, ni juicio, ni pedagogía. Hay humanidad. Hay una pregunta insistente sobre cómo se reconstruye una persona que ha perdido el control sobre sí misma. Personas, lugares y cosas no pretende consolar. Tampoco pretende enseñar. Lo que hace es mirar la adicción de frente: sin romantizarla y sin convertirla en un espectáculo de miseria. La obra avanza con verdad porque los intérpretes trabajan con una honestidad palpable y porque el texto no permite atajos.
El público sale con la sensación de haber acompañado un proceso doloroso y luminoso a la vez. Y en el centro, Irene Escolar firma una interpretación que confirma su capacidad para habitar lugares extremos sin perder la precisión ni la medida. Su Emma es una mujer rota, pero también alguien que lucha, que grita, que tropieza y que, finalmente, intenta levantarse.
Como dice Pablo Messiez, “Personas, lugares y cosas no busca sentar cátedra sobre ninguna cuestión (la obra se cierra con un “por qué” suspendido en el aire) sino poner en escena -con lucidez, humor y afecto- la complejidad, el absurdo y la maravilla de estar vivos”.

