PREMIOS PRINCESA DE ASTURIAS

Arantxa Sánchez Vicario, la primera de las tres españolas en obtener un Princesa de Asturias

Su talento y carácter forjaron una leyenda que transformó el tenis español y abrió camino a las futuras campeonas.

En 1998, el nombre de Arantxa Sánchez Vicario volvió a escribirse con letras de oro en la historia del deporte español. Aquella vez no por un punto decisivo ni por un título en la Philippe-Chatrier, sino por un reconocimiento que trascendía las pistas: el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. Su conquista no fue solo un homenaje a su brillante trayectoria, sino una declaración simbólica: el deporte femenino en España ya jugaba en la misma liga que el masculino.

Para entonces, la barcelonesa había conquistado el mundo empuñando su raqueta como quien blande una bandera. Con su estilo incansable, su garra inagotable y una mentalidad de acero, se había convertido en referente internacional. Aquella joven que aprendió a luchar punto a punto acabó siendo la primera española en lograr el prestigioso galardón, un reconocimiento que la consagró no solo como campeona, sino como emblema de esfuerzo, carácter y talento.

Una infancia forjada en la pista

Nació con una raqueta entre las manos y una determinación poco común en una niña de su edad. Arantxa Sánchez Vicario vino al mundo en Barcelona el 18 de diciembre de 1971, en una familia donde el tenis era casi un idioma propio. En casa de los Sánchez Vicario se hablaba de saques, torneos y rankings: sus hermanos mayores, Emilio y Javier, ya competían en el circuito profesional, y ella creció observando cómo la exigencia y la pasión por el deporte moldeaban cada día familiar.

Arantxa no tardó en reclamar su propio espacio. Con apenas cuatro años ya entrenaba con una intensidad impropia de su edad, decidida a seguir el camino de sus hermanos, pero con un propósito silencioso: no quería imitarlos, quería superarlos. Esa mezcla de rebeldía y ambición fue su sello desde los primeros golpes.

Física y técnicamente no era la más imponente de su generación. Sin embargo, en cada punto desplegaba una energía casi inagotable y una fuerza mental que sorprendía incluso a los entrenadores más veteranos. Mientras otros veían límites, ella veía oportunidades. Así nació su estilo: un tenis de resistencia, inteligencia y pura obstinación, el reflejo de una niña que aprendió muy pronto que la cabeza, más que el músculo, podía ser su mejor arma.

Cuando España descubrió a su campeona

Apenas había dejado atrás la infancia cuando Arantxa Sánchez Vicario dio su primer gran paso hacia la historia. En 1986, con solo 14 años, debutó como profesional, dispuesta a abrirse camino en un circuito dominado por gigantes. Nadie imaginaba entonces que aquella joven menuda y sonriente, con una raqueta más grande que sus brazos, estaba a punto de revolucionar el tenis español.

El momento decisivo llegó tres años después. Roland Garros, 1989. En la arcilla parisina, una adolescente de 17 años desafió todas las predicciones: derrotó a la invencible Steffi Graf, número uno del mundo y símbolo de una era. El triunfo fue mucho más que un título: fue un terremoto deportivo y emocional. España entera celebró aquella victoria que convertía a Arantxa en la campeona más joven del torneo y en la nueva heroína nacional.

Arantxa Sánchez Vicario tras haber ganado su primer Roland Garros con solo 17años
EFE

Aquella final no solo cambió su vida, sino también el rumbo del tenis femenino en España. De repente, una joven catalana había demostrado que se podía mirar de tú a tú a las mejores del planeta. Desde entonces, el tenis dejó de ser un territorio extranjero para el público español: tenía una representante, una bandera, un modelo.

Su estilo era pura resistencia. Desde el fondo de la pista, corría cada centímetro, devolvía lo imposible, convertía la defensa en arte. No era la más poderosa, pero sí la más incansable. Su fuerza residía en la mente, en ese espíritu que se negaba a rendirse. Punto a punto, partido a partido, Arantxa se ganó el respeto y el cariño del mundo entero, hasta convertirse en sinónimo de lucha y entrega.

La década que fue suya

Los años noventa llevaron el nombre de Arantxa Sánchez Vicario grabado en su raqueta. Fue su década, su territorio conquistado. En una época en la que el tenis español aún buscaba identidad, ella lo elevó al mapa mundial y lo hizo con una sonrisa, con garra y con un estilo que combinaba inteligencia, instinto y una resistencia inagotable.

En ese periodo dorado, Arantxa levantó cuatro títulos de Grand Slam en individuales: tres Roland Garros (1989, 1994 y 1998) y un US Open (1994). A su colección sumó más de sesenta trofeos profesionales y una cifra que pocos pueden presumir: en 1995 alcanzó el número uno del ranking mundial, un logro reservado a una élite diminuta. España tenía, por fin, una reina en la cima del tenis.

Pero lo que definió a Arantxa no fue solo su palmarés, sino su espíritu de equipo. Mientras muchos deportistas viven por y para su propia gloria, ella también jugó para los demás. En la Copa Federación, actual Billie Jean King Cup, fue el corazón de un grupo que llevó a España a conquistar cinco títulos mundiales, un hito que consolidó al país como potencia del tenis femenino.

Su amor por la competición se extendió también a los Juegos Olímpicos, donde compitió en cinco ediciones y conquistó cuatro medallas (dos de plata y dos de bronce), un récord aún inigualado por cualquier tenista española. Cada punto, cada partido, lo jugaba con la misma pasión, ya fuera en una final de Grand Slam o defendiendo los colores de su país.

Esa entrega total, unida a su carisma y a su contagiosa energía, la convirtieron en un icono. Mientras otros jugadores basaban su dominio en la potencia o la técnica, Arantxa construyó el suyo en algo menos visible pero más duradero: la constancia. Su fortaleza no estaba en el brazo, sino en la cabeza. Y gracias a esa fórmula, el tenis español de los noventa tuvo, sin duda, rostro femenino.

La tenista Arantxa Sánchez Vicario posa con el premio al Compromiso que le ha concedido la Federación Internacional de Tenis
EFE/Marcial Guillén

Cuando España reconoció a su pionera

En 1998, cuando ya era sinónimo de éxito, esfuerzo y tenacidad, Arantxa Sánchez Vicario alcanzó un reconocimiento que trascendía las pistas de tenis. El Premio Príncipe de Asturias de los Deportes coronó más de una década de victorias, pero sobre todo, una carrera que había transformado la manera en que España entendía el deporte femenino.

El jurado no solo premió a la campeona de Grand Slam o a la número uno del mundo. Premió a la mujer que había inspirado a una generación, que había hecho del sacrificio una virtud y del compromiso una forma de vida. Arantxa se convirtió así en la primera española de la historia en recibir este prestigioso galardón, situándose al nivel de las grandes leyendas internacionales.

Más allá de la cita oficial que destacaba su “trayectoria excepcional y su ejemplo de esfuerzo y superación”, el premio tenía un valor simbólico inmenso. Representaba una ruptura de barreras, la confirmación de que el talento no tiene género y de que las mujeres podían, y debían, ocupar el centro de la escena deportiva nacional. Arantxa no solo había ganado partidos: había abierto caminos.

La ceremonia fue un reflejo de su carácter: serena, sonriente, humilde. Aquel día, cuando el entonces Príncipe Felipe le entregó el galardón, España no veía solo a una tenista. Veía a una pionera, a la deportista que había demostrado que con trabajo y determinación se podía alcanzar lo más alto sin perder la sencillez. Su emoción era la de todo un país que había celebrado sus triunfos como propios y que ahora veía reconocida, oficialmente, la magnitud de su legado.

El premio no fue un punto final, sino una consagración: el símbolo de una época dorada y el comienzo de un nuevo respeto por el deporte femenino en España.

El legado eterno de una pionera

Cuando Arantxa decidió poner punto final a su carrera profesional en 2002, lo hizo con la misma serenidad con la que había afrontado sus grandes desafíos. Sin lágrimas ni discursos grandilocuentes, se despidió del circuito con discreción, consciente de que su legado ya no dependía de un marcador, sino del ejemplo que había dejado en generaciones enteras.

Aun así, regresó brevemente en 2004 para disputar algunos torneos de dobles, demostrando que su amor por el tenis seguía intacto. Tres años más tarde, en 2007, su nombre quedó grabado para siempre en la historia: fue incorporada al International Tennis Hall of Fame, el selecto salón de la fama del tenis mundial que solo acoge a las leyendas.

En España, su influencia trascendió las pistas. Arantxa fue capitana del equipo nacional, mentora de jóvenes promesas y, sobre todo, un modelo de resiliencia. Afrontó con entereza los altibajos personales que vinieron después de la gloria, manteniendo siempre una actitud abierta y honesta ante la vida. En sus memorias y entrevistas, habló con franqueza de los sacrificios de la élite, de la soledad del éxito y de la necesidad de reinventarse más allá del deporte. Esa sinceridad la mantuvo cerca del público, que siguió viendo en ella a la misma luchadora de siempre.

Pero si algo define su legado, es el camino que abrió. Arantxa fue la primera gran referente del tenis femenino español, la pionera que allanó la pista para otras campeonas como Conchita Martínez o Garbiñe Muguruza, y para tantas mujeres que encontraron en su ejemplo la prueba de que los límites podían romperse.

Arancha Sánchez Vicario y Conchita Martínez

Su historia no es solo la de una deportista que ganó títulos, sino la de una mujer que inspiró a todo un país a creer en el esfuerzo, el trabajo y la perseverancia. Hoy, más de tres décadas después de su primera gran victoria, Arantxa Sánchez Vicario sigue siendo un símbolo de coraje y excelencia, una figura esencial para entender la evolución del deporte femenino en España.

Porque Arantxa no solo ganó partidos. Ganó el respeto, la admiración y un lugar eterno en la memoria del deporte español.