París, junio de 2025. La tarde caía plomiza sobre el Hôtel des Invalides, pero dentro todo era expectación vibrante. Asistíamos al nacimiento de una nueva era. No por el desfile en sí -que ya de por sí bastaba-, sino por lo que representaba: el primer acto visible de Jonathan Anderson como director creativo de Dior.
Un debut anunciado no de golpe, sino como una coreografía de revelaciones cuidadosamente medidas. Primero, el 17 de marzo, llegó la despedida: Anderson anunciaba su salida de Loewe, la casa española que había transformado durante más de una década en un laboratorio de deseo y concepto. Una firma que, bajo su dirección, pasó de ser sinónimo de cuero español a convertirse en el epicentro de la moda cultural del siglo XXI. Fue un adiós elegante, sin aspavientos.
Un mes después, el 17 de abril, LVMH confirmaba que Jonathan Anderson asumiría la dirección de Dior Homme, sucediendo a Kim Jones. Era un movimiento esperado, pero no exento de vértigo: Anderson, con su carga poética y provocadora, entraba a una de las casas más vigiladas del lujo. La noticia dio la vuelta al mundo, pero la sorpresa mayor estaba por venir. El 2 de junio, apenas semanas antes del desfile, el grupo anunció algo inédito desde los tiempos del propio Christian Dior: Anderson no solo se haría cargo del menswear. También asumiría la dirección de las colecciones femeninas y, eventualmente, de la alta costura. Un rol absoluto, raro en el ecosistema contemporáneo. Dior volvía a ser una maison con una sola voz.
Y esa voz habló con claridad el 27 de junio, durante la presentación de la colección masculina Primavera-Verano 2026. La pasarela fue una lección de sastrería y sensibilidad histórica en la que Anderson tejió una narrativa llena de chalecos regencia, pantalones relajados, tweeds irlandeses y sneakers ornamentales que convivían sin forzar el contraste. Había un diálogo entre épocas, entre géneros, entre formas. Las referencias dieciochescas se infiltraban como espectros en prendas contemporáneas, mientras los accesorios -libros que eran bolsos, mariquitas y tréboles convertidos en joyas- daban forma a un alfabeto visual tan culto como encantador.
La invitación misma al desfile fue un manifiesto: tres huevos de porcelana sobre un nido minimalista, un guiño simbólico al renacimiento. Porque eso es lo que Anderson vino a hacer: no a quemar el archivo, sino a incubar en él una nueva narrativa. En Dior, Anderson parece haber encontrado un lienzo ideal para sus obsesiones: la historia, el arte, la literatura…
En primera fila, Rihanna -como tantas veces en la historia reciente de la moda- marcó el tono emocional del evento. Apareció embarazada y su imagen encarnaba a la perfección la idea de Anderson: la ropa no define al cuerpo; lo acompaña, lo amplifica, lo nombra. A su lado, A$AP Rocky, Sabrina Carpenter, Donatella Versace, Sam Nivola, Mia Goth… una constelación de personalidades que, en conjunto, reflejan el cruce de culturas que Anderson representa.
Más allá de la colección en sí, lo impactante es lo que simboliza: en apenas tres meses, Anderson ha tomado el timón de la maison más emblemática de París y ha logrado imponer una visión sólida. Dior ya no es solo la casa del New Look o del chic francés: ahora es también un espacio de pensamiento, de riesgo y de poesía visual.
A la espera de la colección femenina
Y aún no hemos visto su carta más poderosa: la colección femenina. Será en septiembre cuando su visión para la mujer Dior tome forma. Pero las pistas ya están ahí. En los detalles, en los gestos, en el aire que se respira en los ateliers. Se habla de reinterpretaciones del Bar Jacket, de plisados líquidos, de una feminidad híbrida, entre lo antiguo y lo punk.
La industria, que hasta hace poco se lamentaba de la falta de dirección creativa clara en algunas grandes casas, ahora mira a Dior con ojos renovados. Con Anderson al mando, la maison se ha convertido en un espacio de pensamiento. Y esa es, quizás, su mayor contribución: recordarnos que la moda, cuando se hace con inteligencia y con alma, puede ser mucho más que tendencia. Puede ser lenguaje. Puede ser historia viva.