Un fantasma recorre Reino Unido: el fantasma de Margaret Thatcher, primera mujer en llegar al Número 10 de Downing Street, arquetipo con el que se compara, por afinidad o contraste, la práctica totalidad de los líderes políticos británicos y la figura más polarizadora de la historia contemporánea al norte del Canal de la Mancha. La Dama de Hierro cumpliría este lunes 100 años, pero su controvertido legado de liberalización radical, su carácter firme, a veces inflexible, y su determinación ideológica siguen vigentes en un país que la ha elevado a la categoría de símbolo, tan venerado como vilipendiado.
Tres décadas después de dimitir como primera ministra (se cumplen en noviembre), su sombra ha planeado sobre todos y cada uno de sus sucesores e ineludiblemente sobre un Partido Conservador instalado en la nostalgia del thatcherismo. La mera formulación de un credo ideológico que lleva su nombre evidencia la influencia aplastante de una política todavía hoy admirada por su determinación y tenacidad, incluso entre representantes del bando contrario, pero profundamente cuestionada también por las consecuencias económicas y sociales de su doctrina.
Cuando llegó al poder en 1979, Thatcher dio un vuelco a un Reino Unido que se encontraba proverbialmente de rodillas y profundamente herido en el orgullo, intervenido por el Fondo Monetario Internacional tras una inflación disparada, un crecimiento anémico y un déficit casi suicida en la balanza de pagos. Con la medicina de una severa disciplina fiscal y una liberalización extrema, dispuesta a reducir a sindicatos y a cualquiera que osase desafiar su modelo liberal, las ramificaciones de su mandato implacable llegan hasta nuestros días y su estilo continúa, desafiando al tiempo, como vara de medir de la clase dirigente británica.
Los sucesivos inquilinos que han pasado tras ella por el Número 10 han elogiado sus virtudes y la atrevida revolución que imprimió al modelo político, económico y social de Reino Unido, como si cualquier mácula potencialmente señalada en su historial contuviese el riesgo de una maldición oculta. La actual líder tory, Kemi Badenoch, cuarta mujer al frente del partido (además de Thatcher, las también premiers Theresa May y la fugaz Liz Truss, quien duró menos de 50 días en la residencia oficial), no ha desaprovechado la oportunidad de trazar un útil paralelismo entre su complicado primer año al frente de la oposición y el difícil arranque de Thatcher tras ponerse en 1975, a los 49 años, al frente del partido de derecha más antiguo de Europa. Cuatro años después, en su estreno como líder en unas generales, haría historia al mudarse a Downing Street y lograría ganar dos elecciones más: en 1983, con una arrolladora victoria a lomos del conflicto de las Malvinas, que el año anterior había enfrentado al Ejército británico con el del régimen militar argentino; y las de 1987.
Margaret Thatcher era una personalidad de contrastes. Mujer en un mundo de hombres, nunca hizo bandera de la causa femenina, ni de su condición de mujer, como tampoco trató de desafiar las convenciones de género: su sempiterno bolso era una seña de identidad, como tambíén sus trajes pulcros, tradicionales y refinados, convertidos en arma política. Era conocida por hacerse su propio té, pese a contar con servicio, y por cocinar ella misma para sus ministros durante las maratonianas reuniones de trabajo en Downing Street.
El lugar al que consideraba hogar era la casa familiar en Dulwich, al sur de Londres. Sus hijos, los gemelos Carol y Mark, contaban con 25 años cuando ella se convirtió en primera ministra y estaban ya independizados, por lo que el único que la acompañó en la mudanza a la residencia oficial fue su marido, Denis Thatcher, apellido que Margaret Hilda Roberts había asumido tras su boda en 1951 y que convertiría en sinónimo de ideario político.
Resulta curioso cómo familias políticas diametralmente opuestas, incluyendo sus líderes, la citan como modelo, empezando, inevitablemente, por cualquier mujer en la cúspide del poder en el Reino Unido, a la que irremediablemente se considera heredera de la Dama de Hierro. Credenciales no le faltan: apisonadora electoral, responsable de poner la inflación bajo control, o de reforzar el dominio británico sobre las Malvinas, presenta también hitos más divisivos, como su condición de azote de sindicatos, su papel como arquitecta de privatizaciones masivas de vivienda social o sectores estratégicos como las telecomunicaciones, la energía o el transporte; de la liberalización financiera extrema y de la reconversión industrial.
En once años tuvo tiempo de cambiar de raíz a un país que, todavía hoy, se pregunta “¿Qué haría Maggie?” como formulación teórica ante cualquier dilema, especialmente los conservadores que, tanto en el poder como ahora en la oposición, han elevado la doctrina thatcherista a la categoría de dogma, pasando por alto que fue el propio partido el que en 1990 la había forzado a dimitir como consecuencia de luchas internas, el hartazgo con su estilo autoritario, decisiones polémicas en materia fiscal y, cómo no, por las eternas divisiones en materia de Europa que durante décadas lastraron a la derecha británica.
Aunque los tories lograrían inesperadamente ganar un cuarto mandato electoral en 1992, la marcha de Thatcher supuso el fin de una era y la antesala del capítulo que en 1997 abriría el Nuevo Laborismo, bajo la batuta de Tony Blair. Para entonces, la ex primera ministra llevaba ya un lustro en la Cámara de los Lores, con un escaño vitalicio que desempeñaría hasta su muerte en 2013. Dada su trascendencia en la memoria colectiva contemporánea y por decisión del Gobierno y de su familia, se le brindó un funeral ceremonial, casi de Estado, con honores militares, televisado y con la asistencia de 2.300 personas, entre ellas, Isabel II, con quien se dice que mantenía una compleja relación, estrictamente institucional y marcada por profundas diferencias de estilo e incluso de visión política y social.