El éxito de una visita de estado depende de las expectativas. Si el objetivo primordial es agasajar al mandatario de turno para figurar en su lista de favoritos y evitar una humillación pública, el primer ministro británico, Keir Starmer, puede considerar las 48 horas que Donald Trump pasó esta semana en Reino Unido como un triunfo. El presidente de Estados Unidos se mostró absolutamente extasiado ante la pompa sin precedentes desplegada solo para sus ojos en una agenda programada en su totalidad a puerta cerrada. Pero si Starmer aspiraba a lograr influencia en el despacho oval, Susie Wiles, todopoderosa jefa de Gabinete de la Casa Blanca, ha dejado claro el influjo que la experiencia ejercerá sobre Trump: “Ninguno en absoluto”.
El balance de Starmer probablemente se sitúe en un punto intermedio. La visita ha sido, indudablemente, un tanto a favor de su arriesgada apuesta de convidar al 47 presidente de EE.UU por segunda vez, algo que no había ocurrido nunca para un dirigente no perteneciente a la realeza. Los fastos organizados por la Casa Real, experta mundial cuando se trata de boato, desfiles ceremoniales y precisión militar, asombraron al presidente, quien admitió que el plato fuerte del viaje había sido el suntuoso banquete de gala. Pese a estar acostumbrado a llevar la voz cantante en todos y cada uno de los actos que protagoniza, para Trump pocas vivencias pueden igualarse a alternar con el rey de Inglaterra.

Ya antes de cruzar el Atlántico, el presidente, con una debilidad especial por la monarquía británica, había anticipado que la visita dejaría “grandes imágenes” y su satisfacción fue tal que la imprevisibilidad habitual de Trump había tornado en algo parecido a la contención cuando llegó el turno de la vertiente política y económica del viaje. En la rueda de prensa de clausura, la escala más abierta al descarrío, el impredecible presidente de Estados Unidos evidenció que el baño de realeza había mitigado su verborragia y Starmer salió indemne de la experiencia. Incluso en los aspectos en los que no concuerdan, como la crisis de Gaza, lograron desplegar una diplomática deportividad, mostrándose de acuerdo en su desacuerdo.
Sin resultados en la guerra comercial
Superada la prueba de fuego, en el Número 10 de Downing Street toca hacer balance y estipular si la invitación, actos ceremoniales sin precedentes, los fastos y la suntuosidad han merecido la pena. La primera conclusión es que en cuestiones fundamentales, las diferencias permanecen. Pese a la privilegiada oportunidad de departir en privado y cara a cara con la única persona del mundo que, de acuerdo con el consenso general, podría influir sobre Israel, la posición de Trump es la misma que mantiene desde su regreso a la Casa Blanca. En la comparecencia de cierre de la visita se limitó a hablar de las atrocidades de los atentados del 7 de octubre de 2023 y de los rehenes todavía retenidos por Hamás, sin una sola palabra sobre el sufrimiento en Gaza. La única referencia a su población fue tangencial, para admitir que no estaba de acuerdo con el reconocimiento formal del Estado Palestino previsto por el Ejecutivo de Starmer.
En materia de Ucrania, la visita tampoco ha llevado a reforzar el compromiso de Estados Unidos, ni su disposición a tomar medidas serias contra Vladimir Putin, pese a que en julio, durante su estancia privada en su resort de golf en Escocia, Trump le había dado al presidente ruso “diez o doce días” para cambiar de rumbo, o afrontar serias consecuencias. El jueves, frente a los reiterados lamentos de Trump sobre cuánto lo había “realmente decepcionado” Putin, evitó concretar qué prevé hacer al respecto.
De igual modo, las promesas en materia comercial siguen sin materializar y ya antes de que el Air Force One aterrizase en el aeropuerto londinense de Stansted, los británicos habían renunciado ya a la posibilidad de que los aranceles sobre el acero y el aluminio, actualmente del 25 por ciento (la mitad, en todo caso, que los de la Unión Europea), bajasen a cero.
Pero la visita ha dejado puntos económicos importantes, empezando por el extraordinario pacto tecnológico, que llevó hasta Reino Unido a algunos de los pesos pesados de la industria, desde Tim Cook, de Apple; a Jensen Huang, de Nvidia, para presenciar la firma de un memorándum que, según Trump, beneficia más a los británicos, gracias a que Starmer es un “negociador duro”, una apreciación expresada como elogio. Según el Ejecutivo británico, además del potencial de poner al país a la vanguardia en materia de desarrollo de la Inteligencia Artificial, el entendimiento supondrá inversiones por valor de unos 150.000 millones de libras (unos 172.000 millones de euros) y la creación de miles de puestos de trabajo.
El primer ministro británico, Keir Starmer (derecha), y el presidente estadounidense, Donald Trump (izquierda), firman el Acuerdo de Prosperidad Tecnológica durante una recepción empresarial en Chequers, la residencia de campo del primer ministro en Aylesbury, Gran Bretaña, el 18 de septiembre de 2025.
Los intangibles de la visita
El mayor beneficio de la visita, sin embargo, es intangible y llevará tiempo tasarlo. Con la sintonía personal que Trump y Starmer tenían ya de antes, sorprendente, dados sus distintos estilos e ideologías, el ostentoso trato otorgado en Windsor y en la mansión de Chequers, residencia de asueto del primer ministro en la campiña, supone ganar tantos incalculables en el volátil y subjetivo ranking del presidente de Estados Unidos. Incluso si la experiencia no influye sobre Trump, como ha avanzado Wiles, figurar en la lista de simpatías del hombre más poderoso del planeta conviene más que resultarle indiferente. Starmer espera, por tanto, que la visita de estado le haya permitido poner una pica en la Casa Blanca y que la relación se afiance hasta el punto de que su número de teléfono quede grabado en el sistema de marcación automática del despacho oval.