Tras el fracaso inicial de la invasión rusa iniciada el 24 de febrero de 2022, la guerra en Ucrania entró en una fase de desgaste brutal. Los frentes se congelaron en líneas de trincheras y ciudades destruidas, mientras la vida civil y militar se entrelazaba en una cotidianidad de resistencia. Fue en ese escenario de violencia constante donde muchas mujeres, como Dasha, tomaron la decisión de alistarse.
En septiembre de 2022, mientras el mundo empezaba a hablar de agotamiento y estancamiento, las fuerzas ucranianas lanzaron una ofensiva sorpresiva en la región de Járkiv. En solo seis días, reconquistaron unos 6.000 kilómetros cuadrados, forzaron la retirada rusa y capturaron una cantidad significativa de material militar. Aquella maniobra, según los analistas, demostró que Ucrania no solo resistía sin o que podía también podía avanzar para hacer recular a las tropas rusas, que ya estaban siendo apoyadas por soldados norcoreanos.
La invasión rusa lo cambió todo
Dasha no tenía planes de convertirse en soldado. Nació en el raión de Bohodujiv, al noreste de Ucrania, en una familia con tradición militar, pero nunca pensó que aquella herencia fuera a marcarla tan profundamente. En 2022, como tantos otros civiles, estaba criando a su hija de tres años, compartía una vida tranquila con su esposo y trabajaba mientras completaba sus estudios. La guerra lo cambió todo. Cuando las tropas rusas cruzaron la frontera y comenzaron los bombardeos a gran escala, su marido se alistó voluntariamente. Su padre, ya retirado, acudió en varias ocasiones al consejo de su aldea para ofrecerse como voluntario.

La llamada a filas llegó en primavera de 2023, pero no para él, sino para Dasha. La joven tomó una decisión sin consultar con su progenitor: escondió la citación dirigida a su padre y se presentó ella misma en la oficina de reclutamiento de Bohodujiv. Su madre intentó convencerla de que no lo hiciera, pero no hubo forma. Para cuando su padre supo lo que había ocurrido, Dasha ya se encontraba en un centro de entrenamiento militar a muchos kilómetros de su hogar.
Dasha es una mujer pequeña de estatura y de apariencia frágil, aquella joven cruzó una frontera irreversible y se comprometió con la defensa de su país. Nos habla con voz dulce en perfecto inglés. Al principio fue destinada a una unidad de mando, pero no soportaba estar tras un escritorio. Pidió ser trasladada a una compañía de combate, se formó en varias especialidades y completó el adiestramiento militar. Desde entonces, ha compartido trinchera, hambre, miedo y resistencia con sus compañeros. La llaman “DSHK”, su nombre de guerra.
En la crudeza de la primera línea de frente
Desde el primer avance ruso sobre Kiev en febrero de 2022 hasta la contraofensiva ucraniana en Járkiv y Jersón en otoño de ese mismo año, Dasha ha estado desplegada en distintos frentes. Participó en las labores de evacuación cerca de Kupiansk cuando las fuerzas ucranianas retomaron territorio, y ha vivido la crudeza de la guerra de posiciones que marca hoy la línea del frente, especialmente en el este del país. Ha resistido bombardeos incesantes, noches sin refugio, inviernos sin calefacción y veranos en los que la tierra seca se convierte en campo minado.
La joven guerrera no se queja. Apenas habla de sí misma, salvo cuando menciona a su hija. “La echo mucho de menos”, dice con sencillez. Sus compañeros la protegen como a una hermana de armas. Entre ellos también hay mujeres. Como contó recientemente el sargento Ruslan Pikhota, también del frente de Járkov, muchas combaten hombro a hombro con los hombres, patrullan, disparan, rescatan heridos, entierran muertos y cargan sobre sus espaldas la dureza del frente sin que sus nombres aparezcan en las estadísticas. “Ellas también disparan”, dijo Ruslan en Prístina, al presentar un libro con sus ilustraciones sobre la guerra. Dasha es una de ellas.

Testigo de las grandes batallas en Ucrania
En la región de Donetsk, ha sido testigo de la destrucción de Bajmut, donde las tropas rusas usaron oleadas humanas, drones iraníes Shahed y artillería masiva para reducir la ciudad a escombros. También ha pasado por los bosques congelados de Kreminna y los campos abiertos de Zaporiyia, donde la vida depende de saber cuándo correr y cuándo quedarse quieta. Conoce las noches donde no se oye más que el zumbido de los proyectiles, y sabe que el miedo no se combate, se sobrevive. Ha visto caer a compañeros en Avdiivka, ha ayudado a sostener posiciones durante el intento de avance ruso en Chasiv Yar y, en las últimas semanas, ha seguido la retirada estratégica ucraniana en zonas cercanas al río Donets con la mirada puesta en un posible contraataque que aún no llega.
Y aun así, no juzga a quienes no quieren combatir. “Cada uno debe tomar su decisión. No se puede obligar a nadie a ser soldado”, dice DSHK. Cree que todos tienen un papel que desempeñar, desde quien está en el frente hasta quienes tejen redes de apoyo civil, médicos, periodistas, conductores o campesinos que cosechan entre minas antipersona.
Los drones en Ucrania
Ella pilota drones con gran destreza. Para Dasha, la aviación no tripulada se ha convertido en una herramienta clave para proteger a sus compañeros en las trincheras. Los drones que maneja, pequeños y baratos —no superan los 400 dólares—, están marcando una diferencia real en el frente. Las fuerzas ucranianas han aprendido a sacarles el máximo partido, con eficacia y rapidez.
Uno de los ejemplos más claros fue el ataque contra aeródromos rusos en territorio enemigo. No fue solo una acción arriesgada, sino cuidadosamente planificada y bien ejecutada. Uno de los objetivos alcanzados estaba a más de 4.500 kilómetros de la frontera: la base aérea de Belaya, en la región de Irkutsk. Ucrania golpeó donde podía debilitar al enemigo, afectando aviones que Rusia ha usado para bombardear zonas civiles casi a diario.
El reciente golpe de Ucrania
El Servicio de Seguridad de Ucrania informó que 41 aeronaves fueron alcanzadas, entre ellas bombarderos estratégicos y aparatos de reconocimiento. No está claro cuántos quedaron fuera de servicio, pero la operación mostró que Ucrania puede dañar, incluso a gran distancia, el aparato militar ruso.

La guerra, para ella, no es un ideal, es una realidad. Sabe que la victoria no será rápida ni limpia. Requiere paciencia, resistencia y una forma radical de entrega. Si sobrevive, puede que continúe en las Fuerzas Armadas. Por ahora, marcha hacia el este, con su uniforme manchado de tierra y su convicción intacta. Con cada paso, sostiene una línea que no se puede permitir perder.
Ni heroínas ni invisibles
Dasha no es un símbolo. No representa una idea abstracta ni es un emblema de heroísmo impuesto. “Es una mujer joven que ha decidido tomar parte activa en la defensa de su país, y lo hace con autonomía, conocimientos técnicos y compromiso”, la define su comandante. Su trabajo, igual que el de muchos hombres en el frente, no necesita ser idealizado para ser reconocido, solo basta con mirar lo que hace y cómo lo hace. En un entorno históricamente dominado por varones, su presencia y liderazgo desafían el reparto tradicional de los roles militares y cuestionan la invisibilidad sistemática de las mujeres en la guerra.
“No crecí pensando en ir a la guerra, pero crecí rodeada de uniformes”, dice Dasha. “Mi padre, mi abuelo… En casa se hablaba de servicio, de responsabilidad. No era algo glorificado, simplemente estaba ahí, como parte de lo que uno hace cuando llega el momento”. Y para ella, ese momento llegó sin margen para las dudas. El país estaba siendo invadido y lo que tenía por delante no era una opción teórica. “No me movió una idea abstracta. Me movió el miedo, la pérdida, y también la convicción de que no podía quedarme mirando cómo otros lo daban todo”.
Dasha: “Hago mi trabajo, no soy un símbolo”
Dasha no se considera un modelo ni un caso excepcional. Rechaza cualquier intento de convertirla en un emblema. “No soy un símbolo. No necesito que nadie me idealice. Hago mi trabajo. Lo hago porque sé hacerlo y porque sé por qué lo hago”. Lo que hace es operar drones en misiones de observación, vigilancia y asistencia directa en combate. Lo que ve desde el aire no siempre lo dice. Pero sabe que cada imagen, cada coordenada, puede salvar vidas en tierra.

“Me harté de escuchar que las mujeres estamos hechas para aguantar. Aguantar el dolor, la espera, el silencio. Yo no quiero aguantar. Quiero intervenir. Y si eso incomoda, mejor.” Lo dice con una calma que no necesita justificar nada. En su voz no hay euforia ni resentimiento, solo una certeza que se ha ido consolidando con cada día en el frente. “No pedimos permiso. Estamos. Y eso ya cambia las reglas”.
Dasha se despide con una reflexión. “Cuando empezó la guerra, no pensaba que acabaría pilotando drones. No tenía un plan, solo una certeza: no quería quedarme al margen. Vi desaparecer lugares que conocía, supe de amigos que no volvieron, escuché a mi madre hablar en voz baja para no preocuparnos. Y entendí que había llegado mi momento de moverme, de tomar parte, de ocupar un lugar.
Antes de colgar, le deseo fuerza y claridad para lo que venga. Ella agradece con voz serena, como quien sabe que no tiene tiempo para sentimentalismos. “Hasta siempre. Buena suerte. Cuídate”. Luego, el silencio. Y la guerra sigue.