La historia recordará el 21 de octubre de 2025 como el día en que Japón eligió por primera vez a una mujer para liderar su gobierno. Sanae Takaichi, una figura veterana del Partido Liberal Democrático (LDP), asumió el cargo de primera ministra con el respaldo del Parlamento tras una dura pugna interna.
Pero bajo la superficie de este logro histórico late una paradoja inquietante: el ascenso de una mujer que, pese a romper un techo de cristal simbólico, representa una corriente política profundamente conservadora. Una victoria envenenada para una sociedad que lleva años pidiendo modernización, apertura y avances sociales.
Una primera ministra que no es sinónimo de progreso
La llegada de Sanae Takaichi al poder ha sido celebrada internacionalmente como un triunfo de la igualdad. Pero dentro de Japón la sensación es más ambigua. Conocida por su disciplina férrea y su admiración por Margaret Thatcher, Takaichi ha defendido políticas y valores que chocan con las demandas de una generación joven que busca un país más inclusivo y menos rígido en sus estructuras sociales.
Durante años, la ahora primera ministra ha sostenido posturas contrarias a la igualdad de género en el matrimonio, al reconocimiento de las parejas del mismo sexo y a la posibilidad de que los cónyuges mantengan apellidos diferentes tras casarse. Se ha opuesto también a que una mujer pueda ocupar el trono imperial. Y su discurso sobre el papel de la mujer suele estar más cerca del modelo tradicional japonés —centrado en la familia y el deber— que del feminismo contemporáneo.

Por eso, aunque su elección supone un paso simbólico hacia la representación femenina en la política japonesa, muchos analistas consideran que su liderazgo podría suponer un retroceso ideológico en derechos civiles, igualdad y apertura cultural. Una contradicción que convierte a Sanae Takaichi en una figura histórica, pero también divisiva.
Una sociedad que requería cambio y recibe continuidad
Japón atraviesa un momento delicado. Su economía, lastrada por años de bajo crecimiento, afronta el reto del envejecimiento de la población y la escasez de mano de obra. Al mismo tiempo, los movimientos sociales piden modernizar instituciones, flexibilizar los roles de género y abrir el país al exterior. Sin embargo, el clima político se ha endurecido.
En los últimos meses, las corrientes antiinmigración se han fortalecido, impulsadas por sectores que temen perder la identidad nacional. Sanae Takaichi ha aprovechado ese malestar para reforzar su discurso nacionalista: más control fronterizo, menos dependencia de la inmigración y mayor inversión en “autosuficiencia laboral”. Su estrategia conecta con el ala más conservadora del LDP y con una parte del electorado que se siente incómoda ante la globalización y la transformación social.
Entre el nacionalismo y la nostalgia
El pensamiento de Sanae Takaichi se alimenta de una visión idealizada del pasado japonés. Ha defendido abiertamente la revisión del artículo 9 de la Constitución, que limita el uso de la fuerza militar, y ha promovido una política exterior más dura hacia China y Corea del Norte. Es miembro de Nippon Kaigi, una organización nacionalista que aboga por “restaurar el orgullo nacional” y recuperar valores tradicionales.

Esa orientación no es nueva en la política japonesa. Pero su ascenso al poder refuerza una narrativa conservadora que podría enquistarse en el país. La idea de que Japón debe mirar más hacia su pasado que hacia su futuro. Un enfoque que podría fortalecer a la derecha más dura y a movimientos populistas de corte nacionalista, en un contexto donde el desencanto social y económico ha abierto la puerta a discursos cada vez más extremos.
De hecho, la propia campaña de Sanae Takaichi se benefició del desgaste de los gobiernos anteriores y de la desconfianza hacia las élites progresistas. Prometió estabilidad, identidad y fortaleza nacional. Tres palabras que resonaron en una ciudadanía cansada de crisis políticas y promesas incumplidas. Pero tras ese mensaje de orden se esconde un proyecto que puede limitar el margen de renovación que Japón necesita para afrontar el siglo XXI.
Un futuro incierto
Pese a todo, Sanae Takaichi llega al poder con una legitimidad que no puede ignorarse. Ha demostrado una habilidad política extraordinaria en un entorno dominado históricamente por hombres. Su ascenso simboliza un cambio de era. Sin embargo, el rumbo que trace su gobierno definirá si ese cambio es solo estético o realmente transformador.
La sociedad japonesa se encuentra ante un dilema: celebrar la llegada de una mujer al poder o preocuparse por el rumbo ideológico que esa victoria puede consolidar. Takaichi podría ser recordada como la primera líder que impulsó una nueva etapa de orgullo nacional. O como la dirigente que frenó las reformas sociales más necesarias de la era moderna japonesa.

De momento, su gabinete se perfila como una mezcla de figuras veteranas y leales, sin grandes sorpresas ni gestos de apertura. Su discurso inaugural promete “fortalecer el espíritu japonés”. Una frase que entusiasma a sus seguidores, pero inquieta a quienes temen que ese “espíritu” se traduzca en menos diversidad, menos derechos y menos pluralismo.