Opinión

Del discurso de odio al delito de odio

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Tenemos un antiguo vicepresidente del Gobierno que se ofrece para “reventar a la derecha”. En una universidad catalana, se impidió hace unos meses un acto exhibiendo una pancarta que rezaba “fora escòria castellana de la UAB” [fuera escoria castellana de la UAB]. Ambas posturas claramente incitadoras a la exclusión de un segmento social concreto: la derecha, por una parte y, por otra, lo castellano, no dejan indiferente a ningún demócrata. El tono utilizado puede sin duda ser calificado de amenazante, pues reventar llama a destruir y la calificación de escoria conlleva un claro desprecio intimidatorio.

En el primer caso, la llamada a reventar a la derecha ha sido jaleada desde un partido político, Podemos, sin ningún pudor, pretendiendo que sus seguidores la apoyen, utilizando cualquier método. Eso han asegurado. Se estrenaron alrededor de 2004 y del 15M. Lo han puesto, además en práctica recientemente cuando, con ocasión de “La Vuelta” ciclista a España, han impulsado, juntamente con otras fuerzas de extrema izquierda y con el aplauso del presidente del Gobierno, la repulsa violenta a esta manifestación deportiva con la excusa de que en ella participaba un equipo con ciertas vinculaciones con Israel, estado que, según todos ellos, perpetraba un genocidio en Gaza. Mera excusa, a modo de “ensayo general”, comportando actuaciones que bien podrían ser también aplicadas en ese “reventar a la derecha” que ahora comienzan a predicar. Claro discurso de odio, contra el judío, contra la derecha… contra todo aquello que ellos designen como foco de su agitación.

En el segundo caso, el mensaje intimidatorio se produce en el contexto del apoderamiento y la penetración que el supremacismo nacionalista está realizando en prácticamente todas las instituciones en Cataluña, ya sean públicas o privadas. Saben que no va a ser posible la independencia formal, por lo que pretenden excluir de Cataluña todo lo que pueda ser considerado español, identificándolo peyorativamente en este caso con lo castellano. Calificarlo de escoria, de deshecho o despojo sobrante, por oposición a lo correcto, válido y exclusivamente legitimador, como sería para ellos lo catalán, intenta crear, también mediante discurso de odio, una opinión de rechazo radical a todo aquello que consideren un obstáculo para consolidar esa dominación que pretenden.

No son situaciones que únicamente se den en nuestros lares. Demasiadas veces hemos visto, en la antigua Yugoslavia, en Ruanda, Sudán, o en determinados lugares de lo que ahora denominamos la América bolivariana, por poner unos ejemplos, cómo se defendían cambios constitucionales radicales mediante metodologías que reiteradamente han sido jurídicamente configuradas como delitos de odio. Porque pasar del discurso de odio a delitos de odio solo requiere cruzar una línea muy fina.

Hay que dejar sentado al respecto que la promoción de cambios radicales en los sistemas constitucionales es lícita siempre que se realice por cauces legítimos, alejados del discurso del odio o de la promoción de la violencia. Así lo han reiterado los tribunales internacionales o, en un Dictamen sobre este tema, la Comisión de Venecia. Y por ello nuestro Código penal incluye una serie de conductas que pueden ser consideradas delitos de odio. También la jurisprudencia, de los tribunales ordinarios y del Tribunal Constitucional se han hecho eco del problema en diversos asuntos.

De todo ello, pueden ser extraídos una serie de indicadores que ayudan a deslindar la crítica lícita, por más incisiva que sea, de las conductas inadmisibles. Está en juego la libertad de expresión, pero también otros derechos que, en democracia, pueden entrar en conflicto con ella como, entre otros, la libertad e integridad física, el derecho a la participación política o el derecho de reunión o manifestación. Por ello, para determinar cuándo puede prevalecer la libertad de expresión o cuando las conductas pueden derivar en actos de odio susceptibles de ser prohibidos o penalizados, es necesario tener en cuenta el contexto en el que las expresiones han sido pronunciadas, el medio utilizado, así como el contenido y destinatario de los mensajes o la autoría de los mismos. Existen, incluso, mensajes ambiguos, cuyo contenido violento o incitador al odio está camuflado en proclamaciones pacifistas; en este contexto, afirma el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en casos relativos a Turquía (Asunto Sürek) o Francia (Asunto Leroy), hay que analizar si con tales mensajes se favorece un clima de confrontación tal que sea capaz de provocar reacciones que tengan un importante y verificado impacto en el orden público; en todos ellos, si los políticos influyentes, a través de un discurso de aparente legitimidad, fomentan un motín, tal conducta puede justificar sanciones.

Es lamentable que entre los contextos en los que el discurso de odio, tanto en su vertiente populista como en la vinculada al nacionalismo, se está profusamente manifestando, sean precisamente el universitario o el de la cultura, los que más alejados, por su propia naturaleza, tendrían que estar de tal perversión. Aunque ello no es nuevo. Hanna Arend, en su obra “Los orígenes del totalitarismo” nos sienta frente a cronistas oficiales, colegas universitarios y demás comparsas con crudas palabras: “Su aspecto científico [el del totalitarismo] es secundario y surge, en primer lugar, del deseo de proporcionar argumentos contundentes y en segundo lugar porque su poder persuasivo también alcanza a los científicos que dejan de interesarse entonces por el resultado de sus investigaciones, abandonan sus laboratorios y corren a predicar a la multitud sus nuevas interpretaciones de la vida y del mundo”.

La universidad, las manifestaciones culturales, están siendo utilizadas como instrumento de penetración intelectual populista/nacionalista en toda su extensión. Y no confundamos totalitarismo con dictadura pues los totalitarismos se diferencian de otros regímenes autocráticos por comportarse en la práctica como partido único que se funde con las instituciones del gobierno, alcanzando todos los ámbitos de la sociedad, impulsando un movimiento de masas que pretende encuadrar a todo el pueblo, haciendo un uso intenso de la propaganda y de distintos mecanismos de control social.

Como en la antigua RDA, aparecen orwellianos vigilantes que, cuando localizan una pieza apetecible, despliegan toda la consabida retahíla de presiones, tergiversaciones, humillaciones y demás dardos envenenados contra la persona u organización sobre la que decretan la muerte civil, cuando no la consideran objeto directo de los actos violentos. Bertrand Russell ya advirtió, también, sobre ello, reivindicando la libertad y el poder de sopesar los argumentos, para evitar que la universidad o la cultura se conviertan en un rebaño de fanáticos. No estamos ante un problema autóctono, pero añadimos los vicios autóctonos al problema general. Como decía Churchill, nos esperan sangre, sudor y lágrimas. Lo malo es que nos estamos encontrando con demasiados Chamberlain.

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