Se llamaba Aylan Kurdi. Igual a muchos no les suena. El olvido es largo. Un 2 de septiembre de hace diez años se le fotografió muerto en la orilla de una playa turca, víctima de un naufragio que se llevó también la vida de su madre y de su hermano. Huían de la guerra en Siria. Es mucho tiempo. En estos años se ha encendido el debate sobre el cambio climático, la Inteligencia Artificial explora no solo el futuro laboral, sino nuestro devenir como especie humana. El mundo se ha polarizado: no hay lugares de encuentro, sino de disputas. Mientras tanto, siguen muriendo otros Aylan. Unos 1.100 en el Mediterráneo en la última década, según Save The Children. Unicef eleva la cifra a 3.500. Más de mil vidas, al menos, que se quedaron sin futuro. ¿Nos vamos a dormir con el peso de esas vidas con la teletienda de fondo de pantalla? Diez años no han sido suficientes para cambiar nuestra visión de la realidad. Aylan Kurdi tenía tres años. Varado en aquella playa parecía una imagen del fin del mundo, tan potente como una bomba nuclear, como aquellas fotos de Hiroshima y Nagasaki. Porque el niño tenía nombre. Todos los demás que arrastran un exculpatorio anonimato ante nuestros ojos murieron sin que una palabra nuestra bastara para recordarlos. Nuestra conciencia está condenada. Porque bastaron pocos meses para que Aylan fuera un fantasma. Y hoy, ni siquiera eso. Porque no solo no se ha resuelto, sino que se ha agravado el problema de los refugiados que quieren llegar a Occidente sin tener que sacrificar a sus hijos.
Aquella ola de solidaridad se transformó en una marea de indiferencia que permitió que triunfaran los discursos xenófobos que criminalizan a todo aquel que se atreva a poner un pie en nuestra Tierra Santa. Claro que hay que aplicar una política migratoria libre de prejuicios y de ideologías, pero a la vez realista. Eso no es excusa para admitir sin dolor la muerte de inocentes. España debate libre de reparos el reparto de menores migrantes sin el menor decoro, ni por parte del Gobierno, que deja fuera del juego a sus socios políticos, ni por el de las comunidades autónomas, demasiado pendientes de la respuesta abrupta de los de Vox, que han dado la espalda hasta a la Conferencia Episcopal a la que debería obedecer, se supone, en su condición de cristianos.
Los niños son, es una obviedad resaltarlo, el eslabón más débil en esta cadena humana de esclavitud y sufrimiento. El drama de Aylan no toca sólo a Europa. Resuena también en el río Grande, donde la pequeña Valeria Martínez murió ahogada junto a su padre en 2019; en las travesías del desierto del Sáhara hacia Libia, en las guerras de Ucrania y Gaza o en todos esos lugares donde las niñas son moneda de cambio. Europa no puede esconder la cabeza ante estos episodios de inhumanidad que nos retratan como seres monstruosos. No hay nada más lejos de nuestra intención que hacer política partidista con un drama de esta magnitud. Sabemos que las soluciones no son sencillas y que los atajos, tanto de uno como de otro signo, no llegan a ningún sitio. Pero, de la misma manera, es nuestro deber poner el foco en esos niños y niñas para que un día no despertemos de este mal sueño y nos digamos cómo pudimos permitir que sucediera. Tenemos que exigir a los Gobiernos que, al menos, cumplan con sus compromisos. Es una tarea colectiva. Se lo debemos a Aylan.