Los blogs eran mejores que las redes. Los foros eran mejores que las redes. Las redes ‘de texto’ son mejores que las redes ‘de imagen’. Echo mucho de menos los primeros tiempos de Internet, esos en los que la conexión era modem mediante, con un inconfundible ruido que se transcribiría en un prrrrrr-piiiii-purrrrrr-pr-pr-pr-pr, como si fuese un exabrupto de Número 5, el entrañable robot de Cortocircuito.
En esa época hablábamos a través de un programa llamado IRC. Cabía en un diskette, y te abría la puerta a un mundo de seres pensantes que nada tenían que ver con el entorno que te rodeaba. Podías ser quien quisieras, pero acababas por ser quien realmente eras, porque las palabras crean un retrato mucho más certero que las imágenes. Porcentualmente, había menos catfish, es decir, menos gato por liebre. Echo muchísimo de menos el IRC, sobre todo cuando oigo hablar no ya a influencers, sino a streamers o tiktokers. Al lado de estos últimos, aquellos parecen elfos blancos.
Yo, que vivo pegada al móvil, voy a ponerme en tratamiento para dejarlo un poco de lado, porque cuando lo dejo de lado vivo mejor. No dejaré de hablar con mis amigos, ni de disfrutar de las últimas astracanadas ejecutadas por españoles anónimos. Dejaré de vivir pendiente de la pantalla. O lo intentaré. Ya lo he intentado todo, pero no puedo hacerlo sola. Y esto, en realidad, no es lo que les quiero contar. No aspiro a ser otra pintamonas que anuncia que va a terapia para vender cercanía o fragilidad. Yo se lo quiero contar porque estoy a punto de comprar una máquina de escribir, a ser posible el modelo que utilizaba cuando en casa había máquina de escribir. Una Olympia Traveller con la que escribí un ramillete de cuentos, y no pocas novelas que jamás terminé.
A veces escribo a mano, ejercicio radicalmente diferente a escribir a ordenador. El ordenador, que concede innumerables ventajas, no permite (por un motivo básico) desconectar de la pantalla. Escribir en papel es una liberación para la vista. Apuntar las tareas del día, los cumpleaños, la lista de la compra, o las estructuras de los artículos. Tomar apuntes a mano es un refrescante acto de libertad. He mirado las desventajas de meter un trasto más en casa, y también he evaluado las posibilidades de que se convierta en un bulto inútil. Haciendo balance, gano la posibilidad de liberar casi cuatro horas diarias de pantalla. Eso son veinticuatro horas semanales de descanso ocular.
No creo que haya un solo médico en el mundo que diga que mirar el móvil antes de dormir es una buena idea. Puede que sean más tajantes en esto que en el tema de los ultraprocesados. Y, sin embargo, ahí estamos todos dándole prioridad en nuestra mesilla, nuestra noche y nuestro día. De vez en cuando pienso en la época de anarquismo idealista pre-redes, cuando creíamos eso de que una vez eliminado el intermediario seríamos libres. Tan libres somos que el dueño de Amazon puede alquilar una ciudad entera (Venecia) para celebrar su boda, mientras que las plataformas (intermediarias) de alquiler vacacional nos desplazan de nuestras ciudades, pueblos, y barrios.
No solucionaré en la vida mis problemas con las pantallas. Soy demasiado floja para ser survivalista, demasiado vieja para ser una salvaje, y demasiado joven para acogerme a los beneficios de la generación boomer. Soy de esa generación a la que todo le ha pillado mal. “Los malapotra”, así nos llamarán los historiadores del futuro, si es que se acuerdan de nosotros. De momento, compraré una máquina de escribir y la miraré como miran en las películas de zombis a los niños recién nacidos. La cogeré en brazos y diré: he aquí una puerta a la esperanza. Será como cuando instalé el IRC por primera vez.