Análisis Andrés Medina
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El ciclo de la desprotección: políticos hablando sobre políticos

El Congreso de los Diputados en Madrid.
EFE/ Rodrigo Jimenez

Existe hoy en la sociedad española una espina dorsal, un hilo conductor que atraviesa el estado de ánimo de los ciudadanos cuando se les pregunta por sus principales problemas y por los asuntos que condicionan su vida diaria: el sentimiento de desprotección.

Se trata de una percepción que no distingue del todo entre bloques ideológicos, aunque se hace más intensa entre quienes votaron a la derecha. Lo esencial es la sensación compartida de que las instituciones públicas ya no cumplen su papel de resguardo y amparo. Esa inquietud ha tomado forma en diferentes episodios recientes: el debate sobre la convivencia en municipios como Torre Pacheco o Jumilla, la descoordinación institucional en los incendios del noroeste de este verano, o la desesperanza de los jóvenes ante las enormes dificultades para acceder a una vivienda, ya sea en alquiler o en propiedad. Todos comparten un mismo centro de gravedad: la impresión de inasistencia por parte del Estado.

Muchos españoles sienten que, cuando los problemas les desbordan, están solos. Y no se trata de casos aislados. Lo corroboran los testimonios de afectados por la ocupación ilegal, la bochornosa subasta de menores no acompañados convertidos en simple mercancía política, o el agravio ante un sistema de financiación autonómica singular. A ello se suma la sensación de abandono tras episodios como la gota fría que asoló Valencia el otoño pasado. Cada ejemplo, desde lo cotidiano hasta lo estructural, apunta en la misma dirección: un vacío de protección institucional.

Hoy arranca un nuevo curso político, pero la imagen es la de un teatro vacío. Los partidos se preparan para recuperar el pulso electoral, pero en las butacas no hay prácticamente nadie. No porque aún sea 32 de agosto, sino porque el auditorio lleva tiempo desierto. Y la pregunta inevitable es: ¿dónde está la gente?

Calibrar el estado de ánimo electoral de la sociedad es, en este contexto, un ejercicio complejo. España atraviesa hoy una densa niebla política y demoscópica, producto de la combinación de dos factores: una prolongada sequía electoral y la incubación de una creciente animosidad política.

Conviene recordar que las elecciones cumplen, además de su función representativa, un papel de contraste demoscópico: permiten comprobar hasta qué punto los humores expresados y recogidos en los sondeos cristalizan posteriormente en las urnas. Esa verificación es la que da sentido y perspectiva al análisis de la opinión pública. Sin embargo, desde las últimas elecciones europeas han transcurrido ya quince meses, y las próximas elecciones previstas son las autonómicas en Castilla y León dentro de seis. Si se cumplen los plazos, habremos superado los 21 meses de la etapa más prolongada sin comicios desde la recuperación de la democracia. Este dato, en apariencia cabalístico, adquiere relieve al observar el creciente grado de desconexión emocional entre ciudadanos y sus representantes: hoy, casi ocho de cada diez españoles aseguran que la conversación pública no gira en torno a los problemas que de verdad les afectan. Políticos hablando sobre políticos.

Además, se extiende a quienes deberían ejercer de intermediarios. Existe una evidente desconexión emocional con los medios de comunicación. El debate público, amplificado por las redes sociales, premia la simplicidad frente a la complejidad y la división frente a la búsqueda de acuerdos. Los beneficiarios de este ecosistema son quienes mejor capitalizan la polarización.

El resultado, según los sondeos, es un estado de zozobra generalizada, más agudo en el bloque de la derecha. Del mismo modo que la izquierda vivió tras el 15M una crisis de representación, hoy la derecha atraviesa una crisis de desprotección y de eficacia. Ese es el vector que mejor explica la inacabada reconfiguración interna de ese espacio político. Una de las razones por las que hoy no vemos al Partido Popular liderar los sondeos con un 40%.

El telón de fondo se conforma por la concatenación de crisis: pandemia, guerra en Europa, crisis energética, inflación, aranceles… Un entramado de problemas entrelazados que conforman un tapiz de incertidumbre, signo de nuestro tiempo. No es un asunto exclusivo de España, se repite en muchos otros países. La reacción mayoritaria de los ciudadanos es el repliegue hacia lo conocido, hacia los referentes inmediatos. En esa dirección sopla el viento que hoy impulsa tanto a las fuerzas localistas como a Vox, que señalan con crudeza las dolencias del sistema. En cierto modo, partidos de diagnóstico más reconocidos por señalar problemas que por aportar soluciones.

En este marco, las elecciones de Castilla y León serán las primeras en ofrecer pistas sobre lo que podría ocurrir en unas generales. En esos comicios podremos corroborar de algún modo si la política española se adentra en un ciclo en el que la desprotección se convierte en el eje rector del comportamiento electoral.

Y aquí radica la paradoja que conviene subrayar: los partidos reabren el curso como si la maquinaria siguiera intacta, mientras la platea permanece vacía. Cansados de un espectáculo que sienten ajeno a sus preocupaciones, los españoles advierten: si las instituciones no recuperan el vínculo protector con la sociedad, de poco servirán los mejores discursos o las campañas más sofisticadas. Porque, cuando el teatro está vacío, lo que está en riesgo no es solo la representación, sino la propia función democrática.