Como cada verano de los últimos treinta, las cuatro han desplegado sus tumbonas y han tomado posiciones sobre el asfalto de su calle Río Tajo, uno de los afluentes del barrio de San Antonio que desemboca directo en el descampado en el que se sucedieron los altercados de Torre-Pacheco, durante cuatro noches seguidas. La escalada de tensión ha parado ahora, pero ellas han sido espectadoras privilegiadas. Sol, Patricia, María y Encarna han seguido la evolución de los disturbios, de los que se cumple una semana. Lo han hecho a pie de calle, sentadas cada noche a la fresca. “Hemos salido todas las noches, pero en cuanto se empezaba a poner la cosa seria nos metíamos en casa hasta el día siguiente”.
Los primeros días, en cuanto veían al final de la calle que en la plazuela del Pico había movimiento y empezaban a congregarse las pandillas de jóvenes marroquíes -“y a ver carreras de un lado para otro”- daban la cita por finalizada. “No porque nos dieran, porque a nosotras no nos iban a dar, sino porque echan a correr, te tiran o cualquier cosa”.

Vecinas puerta con puerta, las cuatro se conocen ”de hace media vida”, desde que se instalaron en el pueblo recién casadas. Viven en la zona cero del polvorín de Torre-Pacheco y han visto crecer a muchos de los chavales que aparecen en los vídeos que los primeros días circularon en redes sobre los altercados. “Esto ha sido cosa de niñatos que se han revuelto contra de la policía, porque en contra de nosotros no hay nada de nada”, puntualiza Sol. En su ‘nosotros’ va implícita la nacionalidad. Las cuatro son españolas, de entre 40 y 60 años, y niegan que haya un conflicto interracial en Torre-Pacheco. Ni siquiera creen que los dos bandos enfrentados los compongan sus vecinos. Lo primero, porque están convencidas de que la mayoría de marroquíes que han participado “son de otros sitios que han venido a armarla”. Y lo segundo, porque enfrente, salvo en la primera manifestación vecinal del viernes previo a los disturbios, no han reconocido a los asistentes. “No nos sonaba ninguno de los que estos días salían en la tele diciendo ser pachequeños. Pero es que ni de vista”. Especulan con que sean de otras pedanías, como Roldán, Los Urreas o Los Olmos. De nuevo, los de fuera. Lejos de su calle, al menos.
Ellas lo miden todo en esa escala de las distancias cortas: “Nunca hemos tenido un problema con ningún marroquí. Ni con este ni con aquel otro…”, indican mientras señalan las viviendas en derredor. “No han molestado ni cuando han tenido críos. Ni un ruido. No oíamos llorar a los pequeñajos”, destaca María. “Siempre saludan o te ofrecen un melón”, añade Sol, a la que un día se le cayeron al suelo las llaves de casa sin darse cuenta y al volver tenía a uno de sus vecinos marroquíes esperando para dárselas en mano. Todas coinciden en calificar de pacífico el crisol de habitantes de San Antonio.

Situado a las afueras del pueblo, el barrio epicentro de los disturbios nocturnos siempre ha sido zona residencial de los foráneos. Durante décadas, allí se asentaron murcianos de otras pedanías, andaluces y manchegos, mientras que ‘los de toda la vida’ copaban el centro de Torre-Pacheco. Cuando ‘los de fuera’ empezaron a llegar aún de más lejos se produjo otro trasvase poblacional. “Antes todos aquí eran españoles, pero se fueron muriendo. Sus casas se vendieron y las compraron marroquíes”. Ahora, la mayor parte de los vecinos del barrio de San Antonio proceden de Marruecos. Pero también hay colombianos, rumanos… “Cuando yo escuchaba en la tele lo del barrio marroquí decía ‘madre mía, qué barrio marroquí ni qué nada si aquí muchos somos españoles’”, se queja Encarna.
Las últimas tres noches la vuelta a la tranquilidad ha sido progresiva. Justo cuando lo temido era todo lo contrario. El pueblo entero estaba preparado para un recrudecimiento de la tensión tras fijarse para los días 15, 16 y 17 de julio la convocatoria en redes sociales y canales ultra de la llamada “cacería de inmigrantes”. Pero el dispositivo policial con 150 efectivos, entre ellos antidisturbios de la Guardia Civil, hizo su efecto. Y todavía se mantiene. Menos visible, pero con igual efecto disuasorio, con patrullaje durante el día y vigilancia en puntos estratégicos al caer la noche, como son los accesos al barrio de San Antonio, algunos de los cuales siguen precintados, y los descampados que fueron puntos calientes los primeros días. Los agentes también se adentran a pie en el laberinto de casas bajas. Al igual que los cuatro imanes de Torre-Pacheco, el teniente coronel de zona ha dado charlas a los más jóvenes pidiendo que mantengan la calma y se queden en sus casas al atardecer. “Con nosotras también se paran a hablar los agentes”, revelan las cuatro amigas con media sonrisa. “Les sorprendía vernos aquí tranquilamente sentadas”, reconoce Patricia desde su taburete, mientras María asiente, reclinada en su silla plegable de playa. “¿Queréis un polo?”, les pregunta abanicándose el calor de la inapreciable noche a la fresca, que otra de ellas combate con un pequeño ventilador de mano.

Conocían a Domingo “de oídas”. Solo una cree haberlo visto por el pueblo, pero todas reconocen que sintieron la paliza que le dieron al hombre como si hubieran golpeado a uno de los suyos. Por eso fueron a la manifestación del viernes, previa al estallido y sucesivos tumultos: “Fuimos porque se montó por él. No contra unos ni otros, sino por la inseguridad”. Nunca imaginaron que sufrirían aún más. “De saber la que se iba a liar no habríamos ido”, zanjan.
Su diagnóstico se resume en que “hay buenos y malos, como en todos lados”. Salvo en su calle, matizan. Pero de un tiempo a esta parte habían detectado un aumento de robos y ocupación. “Que no miedo de que te hagan algo”, insiste Sol. “Aquí es más la chulería de ir derrapando con los coches que el pensar que alguien te va a rajar por robarte el collar”. Su análisis es también el de unas vecinas maternales, que estos días han regañado incluso a sus jóvenes vecinos marroquíes. “A gritos”, ríe Sol, que les recriminó que volcaran los contenedores. “¿Luego eso quién lo paga?”, les preguntó desde la confianza que les da a las cuatro el haberlos visto crecer: “¿No ves que han jugado con mis hijos aquí mismo con la manguera y los cubos?”. En la puerta de su casa, en una de tantas calles de un Torre-Pacheco en las que solo esperan ya recuperar la normalidad de sus días con sus noches.