La masacre de Puerto Hurraco no fue un crimen cualquiera. Fue la culminación de décadas de rencores, agravios y venganzas heredadas. Todo comenzó en los años sesenta, cuando Amadeo Cabanillas y Luciana Izquierdo se enamoraron en esa pedanía extremeña de poco más de un centenar de habitantes. Lo que podía haber sido un romance rural terminó convertido en tragedia.
Ambos provenían de familias enfrentadas desde el siglo XIX. Un odio soterrado que había nacido de disputas por tierras y riquezas. Aun así, los jóvenes decidieron comprometerse y preparar su boda. Pero, a pocos días de la ceremonia, Amadeo abandonó a Luciana sin dar explicaciones. La humillación se convirtió en el detonante de una espiral de sangre que desembocaría años más tarde en la masacre de Puerto Hurraco.
El primer asesinato y la cadena de venganzas
La reacción de los Izquierdo fue inmediata. Jerónimo, hermano mayor de Luciana, decidió vengar la afrenta. Armado, asesinó a Amadeo. Fue condenado a 14 años de prisión, pero el odio ya estaba enraizado.
Poco después, la madre de los Izquierdo murió en un incendio. Para el clan, aquel fuego había sido provocado por los Cabanillas. Al salir de la cárcel, Jerónimo buscó una nueva venganza: apuñaló al hermano de Amadeo. Esta vez no fue enviado a prisión, sino a un hospital psiquiátrico, donde murió a los pocos días.
La tragedia dejaba huérfanos y aislados a los cuatro hermanos Izquierdo —Luciana, Ángela, Emilio y Antonio—, quienes se recluyeron en un caserío apartado. Allí, sin luz ni agua, comenzaron a alimentar sus rencores y a gestar la pulsión de venganza que desembocaría en la masacre de Puerto Hurraco.
La psicosis compartida y el plan mortal
En el pueblo se decía que las hermanas tenían problemas mentales, y habían sido ingresadas en varias ocasiones en el psiquiátrico de Mérida. Los años de aislamiento convirtieron la desconfianza en obsesión. Creían que los vecinos querían matarlos, que les envenenaban el agua, que la pedanía entera conspiraba contra ellos.

De esa paranoia surgió un plan. El 26 de agosto de 1990, Antonio y Emilio Izquierdo salieron armados con escopetas de caza y cartuchos. Esperaron a la caída de la noche para iniciar su cacería. La masacre de Puerto Hurraco estaba a punto de comenzar.
Era una noche calurosa de verano y los vecinos se encontraban en las calles, disfrutando de la fresca. Sin mediar palabra, los Izquierdo aparecieron y dispararon a bocajarro contra las hijas adolescentes de los Cabanillas, de 13 y 14 años. La sangre se derramó en segundos.
El horror se extendió. Los disparos alcanzaron a otros vecinos que intentaban proteger a las niñas. En apenas minutos, nueve personas fueron asesinadas y seis resultaron heridas. La masacre de Puerto Hurraco se convirtió en una de las mayores matanzas de la historia reciente de España.
Captura y juicio
Tras la masacre, los hermanos huyeron al monte. Fueron detenidos al día siguiente sin oponer resistencia. Durante el juicio, no mostraron ni culpa ni arrepentimiento. Su psiquiatra lo explicó con crudeza: no eran enfermos mentales, pero su vida enclaustrada, marcada por una visión enfermiza del honor, había construido un caldo de cultivo letal.

Siempre se sospechó que las hermanas habían sido las instigadoras. Las autoras intelectuales de la masacre de Puerto Hurraco. Sin embargo, nunca pudo probarse. Pasaron sus últimos años en instituciones psiquiátricas hasta morir en 2005. Emilio falleció en prisión. Y Antonio se suicidó en 2010, justo el día en que iba a obtener la libertad condicional.
La masacre de Puerto Hurraco: el legado del odio en la España profunda
Hoy, 35 años después, la masacre de Puerto Hurraco sigue siendo recordada como el ejemplo más crudo de cómo el odio enquistado puede arrasar con todo. En la España profunda, donde las disputas familiares se transmitían de generación en generación, el rencor se convirtió en herencia y la venganza, en una forma de justicia.
Puerto Hurraco quedó marcado para siempre. La pedanía extremeña se convirtió en sinónimo de tragedia, símbolo de cómo el amor roto de dos jóvenes terminó transformándose en la mecha de una matanza.
La masacre de Puerto Hurraco no fue solo un crimen. Fue el espejo de un país que todavía arrastraba heridas profundas. Un recordatorio de que, cuando las pasiones se pudren en aislamiento, pueden estallar de la forma más brutal posible.