El sol de otoño cae oblicuo sobre una calle cualquiera del sur de Madrid. Lorena y Teresa buscan un rincón a la sombra. No es el cansancio del paseo lo que las obliga a detenerse, sino la fragilidad de unos cuerpos que llevan cinco años resistiendo todo lo que la vida les arrojó sin previo aviso: el cáncer. Madre e hija, unidas no sólo por la sangre, sino también por una enfermedad que ha puesto a prueba su fuerza, su fe y su esperanza.
Lorena tiene 39 años, pero su voz conserva la serenidad de quien ha aprendido a vivir sin certezas. Tenía 34 cuando, en plena pandemia, se descubrió un pequeño bulto en el pecho. Fue ella misma quien lo notó, una tarde cualquiera. “Fui al médico y me dijeron que era muy pequeño, que lo vigiláramos, que volviera en seis meses”, recuerda. Seis meses que terminaron convirtiéndose en una eternidad. La pandemia cerró hospitales, confinó al país y, con ello, congeló la posibilidad de una detección temprana. “Veía que crecía. Llamaba, pedía cita, pero todo estaba saturado. Tenía miedo: si iba al hospital, podía contagiarme; si no iba, el bulto seguía creciendo”.
Cuando por fin pudo regresar al hospital, el diagnóstico fue demoledor: cáncer de mama metastásico. “Fue un shock. No se puede explicar. Es como si te arrancaran el suelo bajo los pies”, dice Lorena. A su lado, su madre, Teresa, asiente en silencio. Ella estaba allí, en esa consulta, cuando el médico pronunció la palabra incurable. “Nos metieron en una habitación y nos dieron tila. No podíamos dejar de temblar”, recuerda. El silencio que siguió -ese vacío que deja la noticia- fue el comienzo de una nueva vida, marcada por tratamientos, hospitales y una fortaleza que ni ellas mismas sabían que poseían.
El cáncer de Lorena es HER2 positivo, una variante que ofrece más opciones de tratamiento, pero también más incertidumbre. Cada ciclo de medicación es una moneda lanzada al aire. “Cada tratamiento es tiempo. Años que ganas, años que sueñas con vivir”, dice. Habla de cronificación, de ese sueño compartido por tantas mujeres con cáncer metastásico: convertir la enfermedad en algo con lo que se pueda convivir. “Queremos vivir, aunque sea con controles, con pruebas, con medicinas. Solo queremos vivir”.
Mientras madre e hija afrontaban juntas los tratamientos, llegó otro golpe. Porque cuando la vida se ensaña, putea dos veces. Teresa, la madre, acudió a su revisión rutinaria y el médico le dijo que tenía un bulto y que volviera en seis meses. “En ese momento se me vino el mundo abajo. Les dije: ‘Miren el nombre de mi hija, miren lo que le pasó con el protocolo. No esperen seis meses conmigo’”. Esta vez, la reacción fue inmediata, como debería ser siempre. “Me hicieron las pruebas enseguida. Y pensé: esto es lo que deberían haber hecho con ella desde el principio”.
Desde entonces, ambas se tratan en otro hospital. “Estamos contentas, nos cuidan bien. Pero no podemos olvidar lo que pasamos”, confiesa Teresa. Su indignación, sin embargo, se mezcla con una serenidad que sólo dan los años y el amor. “No queremos meternos en política. Solo pedimos que los protocolos cambien, que no esperen a que sea tarde, que haya más investigación. Esto no es solo nuestro. Cada vez hay más cáncer: niños, jóvenes, madres…”.
La vida tras el diagnóstico
Lorena, que antes era profesora, ha visto cómo la enfermedad transformó su vida por completo. “Tenía planes: comprarme una casa, tener hijos, viajar. Ahora vivo al día. No puedo trabajar a tiempo completo, no puedo cargar peso, no puedo estresarme. La vida se hace pequeña, pero intento llenarla de cosas bonitas”. Se aferra a su madre, a su pequeño círculo de amigos, a las campañas de concienciación en las que participa. “Cinco euros pueden financiar cinco años de vida, cinco años de investigación”, dice con convicción. “Y esos cinco años pueden ser mi tiempo para seguir soñando”.
En casa, el cáncer no es solo una palabra médica. Es un huésped permanente que lo cambia todo: los horarios, las comidas, los silencios. “Hay días buenos y días malos”, confiesa Teresa. “Hay días que nos hundimos, y otros en los que decimos: venga, arriba, que hay que seguir.” Se apoyan mutuamente, se hacen de psicólogas. “Yo he llorado mucho, pero ahora lloro menos. No porque duela menos, sino porque he aprendido a respirar dentro del dolor”, dice la madre. “No me queda otra. Solo tengo una hija, y tengo que ser fuerte.”
Sin embargo, la fortaleza no siempre se ve. “La gente nos dice por la calle: ‘Os veo muy bien’, y yo pienso: ¿bien por pintarme los labios? ¿Por sonreír? No saben lo que hay detrás”, reflexiona Lorena. “La apariencia engaña. Hay días que apenas puedo levantarme, pero igual salgo y me pongo un poco de colorete, porque quiero sentirme viva. No quiero que el cáncer me quite también eso”.
La conversación se llena de pausas. En una de ellas, Teresa revela algo más: “A mi marido le dio un infarto. Todo esto ha sido demasiado”. Y luego añade, con una media sonrisa: “Tenemos historia para escribir un libro”. Lo dice sin dramatismo, con esa mezcla de resignación y humor que a veces es la única forma de sobrevivir.
Aun así, madre e hija no pierden la esperanza. Viven juntas, comparten cada tratamiento y cada visita médica, pero también cada paseo al cine o a la playa. “Procuramos disfrutar. Si un día me encuentro bien, nos vamos al cine. Si hace sol, damos un paseo. Es nuestra terapia”. Han aprendido a medir la felicidad en pequeñas dosis: un helado en verano, una tarde sin dolor, una buena noticia del oncólogo.
“Yo no sé si soy fuerte”, dice Teresa al final. “La gente me lo dice, pero yo no me veo así. Solo hago lo que tengo que hacer: cuidar a mi hija y seguir viviendo”.
Lorena la mira, con los ojos llenos de cariño. “Sí que lo eres, mamá”, le responde. “Sin ti, yo no estaría aquí.”
Y ahí, en esa frase sencilla, cabe todo lo que significa resistir: el amor, la rabia, el miedo, la esperanza. Dos mujeres, dos diagnósticos, compartiendo un mismo camino. Una historia que no busca compasión, sino conciencia. Porque detrás de cada caso hay dos vidas que aún quieren seguir latiendo.