Salud Mental

Proyecto Grégoire: “A los enfermos mentales los encadenan a los árboles y los dejan morir”

Benín es uno de los países más pobres del mundo: ocupa los últimos puestos en el Índice de Desarrollo Humano, con más del 38 % de la población viviendo bajo el umbral de la pobreza y un sistema sanitario frágil,...

Grégoire Ahongbonon, fundador de la Asociación Saint Camille de Lellis, y Pascaline, la religiosa que dirige el centro de Dassa, en Benín, para enfermos mentales
Grégoire Ahongbonon, fundador de la Asociación Saint Camille de Lellis, y Pascaline, la religiosa que dirige el centro de Dassa, en Benín, para enfermos mentales
María Serrano

Benín es uno de los países más pobres del mundo: ocupa los últimos puestos en el Índice de Desarrollo Humano, con más del 38 % de la población viviendo bajo el umbral de la pobreza y un sistema sanitario frágil, en el que apenas hay un psiquiatra por cada millón de habitantes. Al aterrizar en Cotonú, la capital económica, el viajero se ve envuelto en un caos vibrante: los colores de los mercados, el humo de las motos, el bullicio de la vida que se abre paso en todas direcciones. Pero tras esa primera impresión de energía y vitalidad aparece otra realidad más silenciosa y cruel: la enfermedad mental, incomprendida y estigmatizada.

No se entiende allí como tampoco se entiende del todo aquí, aunque en África el desconocimiento y la falta de recursos multiplican sus consecuencias. En muchos países de la región, a las afueras de las aldeas existen los llamados “cementerios”: espacios donde los enfermos mentales son encadenados a los árboles y abandonados a su suerte, sin comida ni agua, en condiciones infrahumanas. Algunos pasan meses allí, hasta morir.

Pero hace 30 años, algo cambió. Desde un taller de reparación de neumáticos hasta liberar personas encerradas en cadenas, la vida de Grégoire Ahongbonon se convirtió en un puente entre el extremo abandono y la esperanza para miles de enfermos mentales en África Occidental. Su iniciativa, el Proyecto Grégoire junto con la Asociación Saint Camille de Lellis, es ya una referencia internacional en el combate contra la estigmatización y el encierro brutal de los enfermos psiquiátricos.

Cuando Grégoire Ahongbonon era joven, emigró de Benín a Costa de Marfil, donde trabajó como mecánico de neumáticos. En un momento de prosperidad compró taxis y vivió con comodidad; sin embargo, una serie de crisis económicas y personales lo arrastraron a la ruina y la depresión, hasta casi atreverse al suicidio. En aquel vacío encontró una llamada distinta: su propia fragilidad lo sensibilizó hacia quienes estaban aún más olvidados. Habla sin ambages de que, al caer enfermo mentalmente en África, se pierden todos los derechos: “Nadie te considera persona, todo el mundo es libre de tratarte como quiera”.

Pero aquello no lo paralizó: lo empujó a actuar. Desde los primeros gestos —llevar agua o comida por la noche, acompañar a aquellos que dormían en los hospitales o junto a los troncos de los árboles— comenzó a detectar cómo los enfermos mentales eran tratados como “los olvidados de los olvidados”. Se convirtió en costumbre que familias ataran a sus parientes enfermos a árboles o postes, los clavaran al suelo, los golpearan, los abandonaran sin comida ni agua durante años con la pretensión de “expulsar los malos espíritus”. Él ha contado que liberó a una mujer que había estado encadenada 36 años: ya no podía mantenerse de pie.

La primera liberación fue también una revelación: descubrió que esos humanos extenuados, esos cuerpos inmovilizados, estaban clamando amor, reconocimiento, dignidad. Y que su enfermedad, lejos de ser culpa suya, era un padecimiento que merecía atención médica y compasión. Así nació la Saint Camille: fundada oficialmente en 1991 en Bouaké, Costa de Marfil, y extendida luego a Benín y Togo, con el objetivo de acoger, tratar, rehabilitar y reintegrar.

Los centros de Saint Camille funcionan con el modelo integral que él llama “cura y reinserción”. En ellos se diagnostica al paciente, se le suministra medicación asequible, se le brinda acompañamiento humano, y cuando pueda, se le prepara para aprender un oficio y reintegrarse en su comunidad de origen. En muchos casos, los cuidadores son ellos mismos: antiguos pacientes recuperados que se forman para acompañar a otros. Ese círculo de recuperación compartida es parte esencial de su filosofía.

Hoy la Asociación cuenta con decenas de centros en los tres países, y ha atendido a más de 100.000 personas, con un alcance en consultas ambulatorias aún mayor. Su crecimiento ha sido casi enteramente financiado por donaciones privadas, sin apoyo estatal regular. Ahongbonon repite que los enfermos mentales “necesitan medicamentos, pero necesitan algo más que medicamentos: necesitan ser tenidos en cuenta, necesitan ser amados, necesitan que se confíe en ellos”.

Una de las enfermas mentales, antes de ser rescatada por el Proyecto Grégoire
Una de las enfermas mentales, antes de ser rescatada por el Proyecto Grégoire

Uno de los mensajes más insistentes que lanza es que mientras exista una sola persona encadenada, la humanidad misma sigue encadenada. Para él, liberar físicamente a alguien de las cadenas es solo un paso; lo importante es romper las cadenas de la ignorancia, el miedo y el rechazo que los sujetos —y las sociedades— les imponen. Durante un acto en el Día Mundial de la Salud Mental dijo: “Si queremos la paz, no olvidemos a los más pobres, las personas con enfermedades mentales”. Allí resume su visión: la paz auténtica no puede cimentarse mientras haya seres humanos tratados como basura.

El Proyecto Grégoire, impulsado por organizaciones como CESAL, ha comenzado a replicar ese modelo en Benín desde 2016. En Dassa existe ya un centro especializado en salud mental y adicciones, en funcionamiento desde agosto de 2024. Se suman programas de salud pública, clínicas comunitarias, seguimiento ambulatorio y talleres de oficio para quienes estabilizan. El desafío sigue siendo enorme: en muchos territorios las personas enfermas siguen siendo vistas como “poseídas”, “embrujadas” o portadoras de un gran pecado familiar, y son objeto de prácticas de encierro y violencia incluso por parte de sus propias familias o líderes locales.

Para Ahongbonon eso no es invención periodística: él ha visto jóvenes con los brazos y pies atados con alambre incrustado en la carne, familias que los tratan como apestados, comunidades que rehúsan acogerlos. Y él mismo ha roto sus cadenas y los ha liberado. Algunas personas han permanecido décadas así sin otra ayuda que la fe de un puñado de voluntarios. Él sostiene que esa realidad es un escándalo ético, un grito que interpela a la Iglesia, a los gobiernos y a la humanidad entera.

A pesar de los recursos precarios, del dolor visible, él insiste en que el modelo funciona. Al reducirse la mortalidad, al restituir la dignidad, al demostrar que la recuperación es posible, el proyecto va enseñando cómo debe ser una asistencia con rostro humano. En comunidades donde se lo conocía como “el loco que desencadena enfermos”, hoy se lo respeta como líder que lucha por su liberación.

La apuesta no es meramente asistencial: es cultural y espiritual. No basta abrir un centro si las creencias colectivas siguen considerando la locura como maldición. Por eso Ahongbonon habla también de cambio de mentalidad: de abrir ojos y corazones. Un ejemplo lo da él mismo cuando comenta que en África los hospitales también “encadenan” pacientes dentro de habitaciones cerradas y sedados, sin verdadera escucha. “Esa es otra forma de prisión”, afirma.

Activistas internacionales lo llaman “el Basaglia africano”, aludiendo al psiquiatra italiano que promovió la reforma psiquiátrica en los años setenta. Ahongbonon ve la comparación como una llamada a seguir avanzando: no basta que existan leyes, si no hay conciencia ni voluntad.

En esos lugares donde la enfermedad se confunde con maldición y la soledad se convierte en condena, Grégoire Ahongbonon y sus compañeros han abierto una grieta de esperanza. Allí donde antes solo quedaban cadenas y silencio, hoy resuenan los nombres de quienes han vuelto a caminar, a trabajar, a ser reconocidos como personas. Cada vida recuperada es la prueba de que la dignidad no se extingue, aunque haya estado años oculta bajo un árbol. Y aunque el camino siga siendo largo, en cada rostro liberado late la certeza de que otra historia es posible.

TAGS DE ESTA NOTICIA