Entre la fresa y el miedo: las temporeras que nadie ve

La mujer asesinada por su expareja en Huelva trabajaba como jornalera. Charlamos con Fátima Ez Zohayry, de la asociación AMIA, de la situación de las mujeres migrantes de la zona

Las mujeres temporeras se enfrentan a una violencia múltiple por su vulnerabilidad
Jornaleras de Huelva en Lucha

Zahra tenía 47 años. Había venido desde Marruecos a trabajar en los campos de Huelva. El pasado domingo, su expareja la asesinó en una finca agrícola de Moguer porque no pudo soportar haber perdido el control sobre ella. Zahra iba a casarse y acababa de lograr que su hija, de 23 años, se instalase con ella España. Una nueva vida y un sueño que ya no podrá cumplir.

A Fátima Ez Zohayry, de la Asociación de Mujeres Inmigrantes AMIA, le cuesta hablar. “Estamos muy tristes, es duro”, afirma. La conocían, repiten su nombre con rabia contenida porque ya de por sí, la situación de estas mujeres es difícil. Es una tierra que se sostiene sobre el trabajo invisible de cientos de jornaleras como Zahra. Mujeres que recogen la fresa, limpian los plásticos, cuidan los frutos rojos y, a cambio, viven entre la precariedad y el silencio.

“Las temporeras se enfrentan a una violencia múltiple”

Ez Zohayry lo explica sin rodeos: las temporeras se enfrentan a una violencia múltiple. Primero, la económica, cuando trabajan diez o doce horas y no cobran las extras. Después, la habitacional, cuando duermen hacinadas en naves o en habitaciones compartidas entre diez mujeres si han llegado con contrato en origen. Y por último, la institucional, cuando las que vienen sin papeles levantan chabolas en los márgenes de los pueblos, a merced de los empresarios, sin agua, sin luz y sin derechos.

Fátima Ez Zohayry, de verde en el centro, a las puertas de su asociación, AMIA
Cedida

En los campos onubenses, la campaña de la fresa deja cada año beneficios millonarios. Pero detrás de la fruta que llena los supermercados europeos se esconden los mismos rostros agotados. Mujeres marroquíes, subsaharianas, latinoamericanas o del Este de Europa, que cargan cajas y callan abusos. AMIA, con sede en Huelva, acompaña a muchas de ellas: traduce en los centros de salud, busca alimentos para quienes no cobran, media con las administraciones, los empresarios, escucha y, cuando hay que hacerlo, denuncia, son las muletas del sistema y un escudo protector para estas mujeres.

No cobrar horas extra, vivir en chabolas sin electricidad…

Zahra fue una de tantas. Su asesinato vuelve a iluminar —aunque sea por unos días— lo que el resto del año permanece en sombra: la vida en los márgenes de las mujeres que hacen posible la cosecha y que, demasiadas veces, quedan solas frente a la violencia, el desarraigo y la indiferencia.

“Cuando una mujer llega a pedir ayuda ya lo ha intentado todo”, dice una de las responsables de AMIA, una asociación creada por mujeres inmigrantes para acompañar a otras que, como ellas, cruzaron fronteras buscando una vida mejor. En sus oficinas, a las afueras de Huelva, se apilan carpetas con casos, informes, denuncias y cartas sin respuesta. Allí llegan jornaleras que no han cobrado las horas extra, mujeres que duermen en chabolas sin agua corriente o madres que no saben cómo denunciar al encargado que las acosa en los invernaderos.

“Hay un miedo que lo atraviesa todo —añaden—. Miedo a perder el trabajo, a ser expulsadas, a no volver a ser contratadas la próxima campaña. Y ese miedo lo aprovechan los empresarios.”

AMIA trabaja sobre el terreno, dentro de los asentamientos donde viven muchas temporeras sin papeles. Son chabolas de madera, cartón y plásticos, levantadas junto a los invernaderos. No hay luz ni agua. Cuando llueve, el suelo se convierte en barro y los colchones se empapan. Las mujeres cocinan con hornillos de gas, comparten lo poco que tienen y, si enferman, evitan ir al médico por temor a ser identificadas. “Aquí la supervivencia es colectiva. Si una consigue comida, se reparte. Si una tiene miedo, todas se quedan despiertas”.

“A veces no se atreven ni a salir del recinto. Es una forma de control”.

Las que llegan con contrato en origen tampoco lo tienen fácil. Duermen en naves o en habitaciones masificadas, vigiladas, y muchas denuncian que los empresarios les retienen los pasaportes o las amenazan con no volver a llamarlas si protestan. Les pagan menos de lo acordado y les descuentan del sueldo el transporte o la comida. “A veces no se atreven ni a salir del recinto. Es una forma de control”.

Entre campaña y campaña, las trabajadoras quedan atrapadas: las que tienen papeles no consiguen renovar contratos estables, y las que no los tienen caen en la irregularidad. El resultado, explica Fátima Ez Zohayry, es una cadena de vulnerabilidades donde el trabajo agrícola se convierte en una trampa: “Se habla de empleo femenino, de inclusión, pero nadie quiere mirar las condiciones reales en las que se produce esa fruta”.

Fátima Ez Zohayry en los campos de Huelva
Cedida

Pese a todo, AMIA no solo denuncia: también acompaña. Organizan clases de español, charlas sobre derechos laborales, asesoría jurídica y espacios de cuidado donde las mujeres pueden hablar sin miedo. Algunas logran denunciar, otras simplemente lloran y se van más tranquilas. “Nuestro trabajo —dicen— no es solo legal, es humano. Es sostener a quien el sistema deja caer”, como a Zahra.

Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.