Durante siglos, el nombre de Anna Maria van Schurman ha permanecido en los márgenes de la memoria colectiva, como si el peso de su talento hubiera resultado incómodo para el relato de una Europa que no supo, o no quiso, reconocer a una mujer capaz de rivalizar con los grandes genios de su tiempo.
Nacida en Colonia en 1607 y criada en Utrecht, se convirtió en una figura excepcional: políglota, pintora, poeta, grabadora, filósofa, teóloga. Si existió alguna mujer comparable a Leonardo da Vinci, esa fue ella.
Anna Maria van Schurman hablaba y escribía en latín, griego, hebreo, árabe y hasta etíope. Además de dominar las lenguas europeas más extendidas de su época. Era una artista capaz de retratar con la misma sensibilidad que un maestro flamenco y una pensadora que discutía con teólogos sobre el papel de la mujer en la educación.
Su vida fue un acto de resistencia cultural frente a los límites impuestos por una sociedad que, pese a reconocer su talento, se empeñaba en mantenerla al margen del poder.
El milagro de la educación en una época de sombras
Para entender la magnitud de Anna Maria van Schurman, hay que situarla en el contexto de la Europa del siglo XVII. En una sociedad donde las mujeres apenas tenían acceso a la educación básica, ella logró convertirse en la primera en asistir a clases en la Universidad de Utrecht. Lo hizo bajo condiciones insólitas: sentada tras una cortina, separada de los estudiantes varones, para que su presencia no distrajera al resto.
El simbolismo resulta demoledor. Una mente privilegiada, obligada a permanecer oculta mientras absorbía conocimientos que habrían estado vedados para cualquier otra.

Pero Anna Maria van Schurman no se conformó con ser una excepción. Defendió la necesidad de que las mujeres recibieran educación, argumentando que la inteligencia y la virtud no eran monopolio masculino.
Su ensayo Dissertatio de Ingenii Muliebris ad Doctrinam et Meliores Litteras Aptitudine fue un manifiesto adelantado a su tiempo. En él afirmaba que las mujeres tenían la misma capacidad que los hombres para el estudio y la creación intelectual. Una declaración que hoy parece evidente. Pero que, en pleno siglo XVII, sonaba a desafío.
La pintora que dialogaba con los maestros
La comparación entre Anna Maria van Schurman y Leonardo da Vinci no se limita a su vasto conocimiento teórico. También supo desplegar una creatividad plástica que la convirtió en pintora y grabadora de gran reputación.
Retrató a personajes destacados de su tiempo y dejó tras de sí autorretratos que revelan no solo destreza técnica, sino también una conciencia de sí misma muy poco común en una mujer del Barroco.
En sus lienzos, Anna Maria van Schurman no buscaba únicamente belleza: perseguía verdad. La misma obsesión que llevó a da Vinci a estudiar la anatomía humana para comprender la maquinaria de la vida se encuentra, en escala distinta, en sus grabados minuciosos y en sus estudios de la figura.
No era una mera aficionada. Dialogaba con artistas de la talla de Rubens y Rembrandt, quienes reconocían su talento en un mundo donde pocas mujeres lograban ser admitidas en los talleres de prestigio.
La polímata de Europa
Lo fascinante de Anna Maria van Schurman es su capacidad para moverse entre disciplinas con una naturalidad desconcertante. Igual podía escribir un poema en francés que discutir teología en latín o analizar gramática en árabe. Su biblioteca personal reunía libros prohibidos, tratados de filosofía y manuscritos que coleccionaba con avidez.
Era, en el sentido pleno de la palabra, una polímata. El término, tan ligado a figuras como Leonardo, Galileo o Leibniz, también le corresponde a ella. Pero su condición de mujer hizo que su nombre quedara relegado a notas al pie, cuando debería ocupar un lugar central en la historia cultural de Europa.

Hoy, redescubrir a Anna Maria van Schurman no es solo un ejercicio de justicia histórica, sino también un recordatorio de cuánto talento se perdió bajo el peso de la desigualdad.
Una red de intelectuales
Anna Maria van Schurman mantenía correspondencia con algunos de los pensadores más influyentes de su tiempo. Se carteó con René Descartes, con teólogos protestantes y con humanistas que reconocían en ella un intelecto fuera de lo común. En aquellas cartas, escritas en latín y otras lenguas, se debatían temas de filosofía, ciencia y religión, siempre con la participación activa de una mujer que desafiaba las normas del silencio femenino.
Su presencia en las tertulias y debates académicos era tan excepcional que muchos la consideraban una rareza, una especie de prodigio viviente. Y, sin embargo, esa rareza no era más que el reflejo de lo que podría haber ocurrido si miles de mujeres hubieran tenido las mismas oportunidades que ella.
La historia de Anna Maria van Schurman es, en este sentido, un espejo: muestra lo que fue posible en un caso aislado y lo que se negó sistemáticamente a tantas otras.