En el primer capítulo de la séptima temporada de Black Mirror, la serie distópica que ha comenzado a anticipar preocupantemente la realidad, un hombre se ve obligado a ganar más dinero de forma rápida para salvar la vida de su mujer. Por diversas causas, termina haciéndolo en internet: se sitúa frente a la webcam y acepta dinero a cargo de realizar los deseos de los viewers. Ni que decir tiene que, durante el streaming, como si de la perfomance de Marina Abramovic Rhytm 0 se tratara, la violencia y el salvajismo van creciendo hasta límites insospechados.
Se trata de una serie de ficción, pero lo cierto es que el streaming extremo no es solo entretenimiento: se ha convertido en un fenómeno preocupante donde, a cambio de dinero, espectadores incitan a creadores a infligirse humillaciones, consumir sustancias o realizar actos autodestructivos en directo. En varios países este fenómeno ha alcanzado niveles extremos, con consecuencias graves.
Francia: la muerte en directo
El caso más emblemático es el de Raphaël Graven, conocido como Jean Pormanove, un streamer francés que falleció en su domicilio, tras un directo de diez días retransmitido en la plataforma Kick, que ha suscitado una investigación judicial y regulatoria. Durante la transmisión, Graven fue sometido a supuestas agresiones físicas: insultos, golpes, ataques con pistolas de pintura o duros retos ordenados por la audiencia. Aunque la autopsia descartó que la muerte se debiera a traumatismos, señala causas médicas o toxicológicas como origen.
Las autoridades francesas y australianas han iniciado investigaciones. La ministra digital francesa lo calificó como “horror absoluto” y se examina la responsabilidad de la plataforma en tolerar dicho contenido por dinero.
El fenómeno “trash streaming”
Este caso se encuadra en lo que se conoce como “trash streaming”: transmisiones en vivo que buscan atención mediante comportamientos humillantes, peligrosos o extremos, monetizados por donaciones de la audiencia. Este fenómeno ha surgido en países como Rusia, Polonia, Ucrania y Finlandia, donde algunos streamers han sido encarcelados o sancionados tras causar daño serio o incluso muerte de participantes.
El llamado trash streaming —una etiqueta que ya circula en foros especializados y en la prensa internacional— se ha convertido en una tendencia que mezcla espectáculo, morbo y violencia, siempre a cambio de dinero enviado en tiempo real por los espectadores. En Rusia, por ejemplo, algunos canales de YouTube y Twitch alcanzaron notoriedad por las denominadas trash streams, en las que los participantes aceptaban humillaciones físicas y psicológicas a cambio de donaciones. Uno de los casos más conocidos fue el del youtuber ruso Stas Reeflay, cuyo canal se vio envuelto en polémica tras la retransmisión de episodios de violencia contra su pareja, que terminaron en tragedia; fue acusado de haberla matado.
En paralelo, en China proliferaron en plataformas como YY Live o Kuaishou directos en los que los usuarios pagaban por ver cómo los streamers realizaban pruebas extremas de resistencia física o ingestas peligrosas. El fenómeno, aunque perseguido en algunos países, continúa reapareciendo bajo distintas formas y nombres.
En Latinoamérica también han surgido prácticas similares. En México y Colombia, streamers en Facebook Live o TikTok han popularizado retos de alto riesgo vinculados a la ingesta de alcohol o al consumo de alimentos en cantidades desmesuradas, con el único objetivo de captar la atención y multiplicar las donaciones. En Estados Unidos, Twitch ha tenido que reforzar sus normas comunitarias tras episodios de content creators que realizaban actos de automutilación simbólica o simulaban peleas violentas a petición de la audiencia.

Plataformas emergentes como Kick o Trovo tampoco han quedado al margen: el espacio de moderación más laxo se ha convertido en refugio de prácticas polémicas, que reproducen dinámicas de espectáculo extremo a costa de la salud de quienes participan. Este mosaico de ejemplos evidencia que el trash streaming es un fenómeno transnacional que se adapta a cada contexto cultural, pero que responde a una misma lógica: el incentivo económico inmediato ofrecido por la audiencia a cambio de experiencias extremas.
España: Simón Pérez y la autodestrucción en directo
En España, el economista devenido streamer Simón Pérez, ya viral en 2017 por un episodio delirante con su pareja Silvia Charro, ha reproducido dinámicas parecidas. En su canal de Kick, ha consumido drogas en directo, se ha vertido vómito sobre sí mismo, ha ingerido alimentos caducados, orinado sobre su cabeza... todo a cambio de donaciones que, en ocasiones, alcanzan tres cifras.
En los últimos meses sus actos se intensificaron: inhalación de drogas como crack o cocaína, apuestas compulsivas, gritos disfrazado como Pikachu… Su deterioro físico y mental llegó a tal punto que ingresó voluntariamente en un centro psiquiátrico para tratamiento.

Más plataformas, menos moderación
El fenómeno del streaming extremo no se limita a Kick. Twitch, la plataforma más consolidada del sector, ha experimentado episodios en los que algunos creadores difunden discursos racistas o extremistas bajo la lógica del shock value, con el objetivo de atraer donaciones o mantener la atención en directo. La compañía ha reaccionado con sanciones y suspensiones temporales, pero la reincidencia de determinados perfiles evidencia que los filtros de control son permeables.
DLive, nacida con un enfoque aparentemente neutral, ha acabado convirtiéndose en un espacio de financiación para grupos extremistas, incluidos colectivos vinculados al supremacismo blanco. Las donaciones anónimas y la ausencia de supervisión eficaz han permitido que determinados usuarios encuentren en esta plataforma un canal estable de ingresos y de proyección pública. Rumble, por su parte, se ha posicionado como refugio para figuras que fueron expulsadas de YouTube por sus discursos radicales, lo que refuerza la percepción de que cuanto más laxa es la moderación, mayor es el atractivo para quienes buscan escapar de las normas de las grandes tecnológicas. El denominador común en todas ellas es la dificultad para establecer un equilibrio entre libertad de emisión y seguridad digital.
La dimensión global del problema se extiende también a redes masivas como Instagram o TikTok, que han sido señaladas por recomendar de manera reiterada contenidos de autolesión o suicidio a usuarios menores de edad. Pese a los sistemas de autocensura y advertencia, el material sigue circulando y encontrando vías para escalar en la viralidad. Lo que emerge es un ecosistema digital en el que los filtros técnicos, las normas de moderación y la capacidad de reacción parecen insuficientes para frenar prácticas que, en demasiadas ocasiones, derivan en tragedia.