MUJERES NO OBJETO

El velo

Desde la Antigüedad el velo ha acompañado a las mujeres. No siempre con la carga simbólica que hoy arrastra, pero casi siempre con la intención de marcar la diferencia de clase, de estado civil, de pureza, de obediencia

Imagen: Kiloycuarto

Las mujeres se velaban para protegerse, para distinguirse, para rendir culto o para no despertar el deseo de otros. Y muchas veces —aunque no lo eligieran—, también para desaparecer.

En las antiguas civilizaciones mesopotámicas el velo era un signo de estatus. Las mujeres casadas o de alta posición lo usaban como una especie de escudo, mientras que las esclavas o las prostitutas tenían prohibido usarlo. En la Grecia clásica, las doncellas se cubrían con un velo blanco que indicaba recato; en Roma, el velo nupcial, el flammeum, era anaranjado, como el fuego protector del hogar.

Con el cristianismo las monjas lo adoptaron como símbolo de renuncia al mundo y de consagración a Dios. Aún hoy, muchas órdenes mantienen el uso del velo como parte de su hábito.

Durante siglos, cubrirse el cabello fue señal de modestia y de decoro. Las mujeres europeas lo hicieron hasta bien entrado el siglo XX, primero por convención religiosa y luego por costumbre social. El velo se adaptaba a los tiempos: redecillas, mantillas, pañuelos, tocas. Más allá del material o del color, el gesto era el mismo: ocultaba parte de la identidad femenina, envolvía el rostro o el cabello.

En el Islam el uso del velo también tiene raíces complejas. El Corán menciona la modestia tanto para hombres como para mujeres, pero no impone explícitamente el velo tal y como hoy se concibe. Fueron las interpretaciones posteriores, las escuelas jurídicas y los contextos sociopolíticos los que impusieron normas más estrictas. Así nacieron el hiyab (pañuelo que cubre cabello y cuello), el niqab (que tapa el rostro dejando solo los ojos), y el burka, que cubre incluso la mirada tras una malla opaca.

Estas formas de velo no son equivalentes ni culturalmente homogéneas, pero todas reflejan una intención de control del cuerpo femenino que debe ocultarse para no provocar, ni contaminar, ni distraerse.

Hoy el velo es motivo de controversia. Para algunas mujeres musulmanas llevarlo es una elección libre, un signo de identidad o de espiritualidad. Para otras es una imposición familiar, cultural o estatal. En países teocráticos como Irán o Afganistán su uso obligatorio conlleva penas de cárcel, latigazos o exclusión educativa.

En Occidente, especialmente en contextos laicos como las escuelas públicas, el debate se agudiza: ¿puede una niña de 9 años elegir llevar un símbolo de recato sexual si ni siquiera tiene libertad para decidir su ropa de deporte?

La libertad religiosa no debe ser excusa para el control social sobre menores. Un entorno educativo debería protegerlas del adoctrinamiento de cualquier tipo, y asegurar que se expresen primero como personas, antes que como portadoras de símbolos. El velo en niñas no es una elección, es una resignación anticipada.

Más aún, las formas de velo que cubren el rostro —niqab, burka— niegan la comunicación más básica: la del rostro humano. En espacios públicos, donde ver y ser visto forma parte del contrato social, esta invisibilidad impuesta resulta una alarmante forma de despersonalizarlas. Ninguna mujer debería ser reducida a una silueta sin rostro, ni en nombre de Dios ni en nombre de nadie.

El velo, como casi todo en la historia femenina, ha sido muchas cosas: símbolo, protección, adorno, prisión. No se trata de demonizarlo, sino de preguntarnos qué tapa, a quién sirve, y sobre todo, si nos deja ver; porque el problema no es el velo, sino la imposición del silencio que lleva cosido en sus pliegues.

Espido Freire, autora de La historia de la mujer en 100 objetos ed.Esfera Libros, ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.

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