En tiempos en los que las ciudades parecen reducirse a datos, mapas turísticos o algoritmos que predicen nuestros movimientos, llega Madrid, Ext. para recordarnos que una urbe es, sobre todo, su gente. La película, dirigida por Juan Cavestany y con música de Guille Galván —músico de Vetusta Morla y escritor—, es un ensayo fílmico sobre el patrimonio humano de Madrid. Un retrato coral que no busca monumentos, sino oficios, miradas y gestos cotidianos.
El propio Cavestany ya había explorado la ciudad en Madrid, Int. (2020), rodada en pleno confinamiento, cuando el silencio convirtió la capital en un espejo vacío. Esta vez, sin embargo, el cineasta sale al exterior: “Quise hacer una película libre, sin prejuicios, sin presunciones, en la que la ciudad fuese la protagonista”. Y lo consigue: lo urbano ya no es decorado, sino personaje.
Una sinfonía de lo cotidiano
La colaboración con Guille Galván fue decisiva para encontrar el tono. “A mí Juan me lo propuso fue un regalazo”, recuerda el músico. “No había guion ni plazos. Solo intuiciones. Y, desde ese vacío fértil, surgió la idea de construir una partitura con los sonidos de la ciudad. Campanas de iglesia, el pregón del afilador, las cucharillas contra los vasos de un bar, los pitidos de los semáforos: todo podía ser música”.
“La diferencia entre el ruido y la música es cultural”, explica Galván. Y ese gesto —convertir lo desechado en armonía— conecta con la esencia de Madrid, Ext.. La película se levanta sobre lo que no solemos mirar: lo humilde, lo anónimo, lo que se desvanece sin dejar rastro.
El documental bebe de referencias como Souvenirs de Madrid, de Jacques Duron, o Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), aquella radiografía en blanco y negro del éxodo rural que moldeó la ciudad moderna. Pero lo que propone Cavestany no es un ejercicio de nostalgia sino una arqueología del presente.
“Soy de Madrid, he sufrido esta ciudad toda mi vida, me la enseñaron mis padres, la vi a través de sus ojos y he estado toda mi vida amándola y temiéndola a la vez”, confiesa el director. Esa tensión vital se percibe en el montaje: la cámara se detiene en rostros, manos, cuerpos en movimiento. Apenas hay diálogos, salvo algunos monólogos breves, pero la vitalidad es desbordante.
La película se estrenó en el Cine Doré y ha continuado en salas de cine, pero su recorrido no se limita a las salas. “Tras su estreno comercial, se irán sucediendo proyecciones en museos, terrazas, mercados, barrios… que es de donde salió la película y donde me gustaría volver a dejarla. Donde la encontré, dando las gracias después de haberla tomado prestada”, explica Cavestany. El gesto es coherente: devolver la obra a quienes la habitan.
Oficios con nombre propio
Uno de los hilos más potentes del filme es el homenaje a los oficios. En este sentido, inevitablemente nos lleva a Daguerrotipos (Agnès Varda, 1976). En un tiempo marcado por la precariedad laboral y la digitalización, Cavestany pone la cámara frente a quienes reivindican el orgullo de hacer algo con sus manos: cortar pelo, amasar pan, reparar zapatos. “Todos estos retratos son de gente que está orgullosa de lo que es y que tiene un trabajo que ama”, afirma el cineasta. Y lo resume con contundencia: “Yo hago zapatillas por el zapato. Corto el pelo, peluquería Pepe. Hago pan, pan”.
Es un recordatorio de que el trabajo no siempre necesita reinterpretaciones sofisticadas ni campañas de marketing: basta con la literalidad de la vida, con el orgullo de quien se sabe útil y reconocido en su comunidad.
Mirar lo que se extingue
El título invita a un doble juego: Ext. como “exteriores”, pero también como “extinguir”. Lo que vemos en pantalla es, en parte, un Madrid que desaparece: mercados de barrio, piscinas públicas, pequeños talleres. “Es evidente que hay un ser un poco nostálgico, un poco de rescate, un poco arqueológico”, admite el director.
En ese gesto de rescate surge también la pregunta por el futuro. La cámara se detiene en un colegio lleno de niños, muchos hijos de migrantes. “Cuando vas por Madrid, la mayor parte de la gente con la que te encuentras al azar no es de Madrid”, recuerda el director. Y la última secuencia –esos rostros infantiles que miran a cámara– no es tanto una conclusión como una pregunta abierta: “Están esperando algo, están preguntándonos qué hacemos, qué queremos que hagan de ellos, si es que se hacen cargo de ellos”.
El mérito de la película es haber sabido registrar ese momento con honestidad, sin grandes presunciones o discursos impostados. Solo con imágenes que respiran, con sonidos que reconocemos, aunque nunca los hayamos considerado parte de una partitura.