Durante siglos la viruela fue una amenaza silenciosa. No distinguía reinos ni edades, deformaba rostros, dejaba ciegos, mataba. Algunos huesos de momias egipcias ya muestran sus huellas. En el siglo XVIII, mataba a 400.000 personas al año en Europa. En América, tras la llegada de los conquistadores, arrasó poblaciones enteras. No hubo armas de destrucción más eficaces que sus esporas invisibles.
En este contexto la idea de que una enfermedad tan devastadora pudiera prevenirse parecía un milagro. Lo cierto es que la solución no nació de golpe, ni en un laboratorio. La primera grieta en la muralla de la viruela la abrió una mujer británica, pero muy lejos de Inglaterra, en Estambul: Mary Wortley Montagu, la esposa del embajador en Turquía, observó una práctica desconcertante: las mujeres turcas inoculaban a sus hijos con pequeñas dosis del virus. Una incisión, un poco de pus de una pústula bovina, una fiebre controlada, y con eso conseguían la inmunidad. Mary lo probó con sus propios hijos. A su regreso a Londres intentó convencer a médicos y nobles, que la trataron con poco disimulado desprecio. Pese a todo, Lady Montagu plantó con ello una semilla.
Décadas más tarde, en 1796, Edward Jenner recogió el testigo. Observó que las ordeñadoras de vacas rara vez enfermaban de viruela porque estaban expuestas al virus de las vacas, mucho más leve, de manera que inoculó a un niño con pus de una mujer infectada por la viruela vacuna, y luego lo expuso a la viruela humana. El niño no enfermó. Jenner acuñó el término vaccinae, del latín vaca, y publicó su descubrimiento. Nacía la vacuna.
El experimento resultaba inquietante para la época: ¿inocular a niños sanos con una enfermedad para prevenir otra? Pronto despertó el interés de otros médicos. Uno de ellos, el español Francisco Javier Balmis, propuso llevar la vacuna a los territorios de ultramar. En 1803, con el apoyo del rey Carlos IV, se organizó la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. Para mantener viva la muestra embarcaron a 22 niños huérfanos que se inocularían unos a otros durante el trayecto. Iban acompañados por una mujer: Isabel Zendal, rectora del hospicio coruñés, madre soltera, enfermera, responsable del cuidado de todos ellos. Cruzaron el océano con la vida en la piel.
La expedición cubrió América y parte de Asia. Ni Isabel ni los niños volvieron a Galicia. Balmis moriría años después en Madrid, sin saber que su hazaña sería reconocida siglos más tarde como la primera campaña de vacunación global. Pero la erradicación total no llegó hasta el siglo XX. En 1958 la Unión Soviética propuso a la Organización Mundial de la Salud una campaña masiva y coordinada. En 1977 el último caso natural de viruela se registró en Somalia. Un año después la fotógrafa Janet Parker murió en Birmingham tras contagiarse por accidente en un laboratorio. Fue la última víctima conocida.
Hoy, la viruela es la única enfermedad humana erradicada, con lo que la vacuna ya no resulta necesaria. Existen, sin embargo, dos muestras conservadas en laboratorios de alta seguridad: una en Atlanta, otra en Novosibirsk. Hay quien pide su destrucción. Otros, más desconfiados, temen que aún existan cepas ocultas en algún rincón del mundo, como amenaza latente.
La historia de la vacuna contra la viruela no solo marcó un avance científico. Incluye el relato de una mujer curiosa, de muchos niños valientes, un médico tenaz, una enfermera invisible. La historia de barcos que cruzaban océanos con un virus controlado en el brazo infantil. El relato de una humanidad que aprendió a prevenir lo que no podía curar. Y de una enfermedad que, por fin, dejó de ser inevitable.
Espido Freire, autora de La historia de la mujer en 100 objetos (ed.Esfera Libros), ha seleccionado 31 para una saga veraniega en Artículo14 donde hace un recorrido por algunos de los objetos que más han marcado a las mujeres a lo largo de su historia.