The Last Showgirl, tercera película dirigida por Gia Coppola -nieta de Francis Ford– deja claras desde el principio sus intenciones. Su imagen inicial es un primerísimo plano de su protagonista, Shelly, evidentemente nerviosa mientras se dispone a ejecutar un número de baile para un tipo a quien no vemos pero sí oímos -es así como detectamos su desdén-, y que es el encargado de evaluar la audición. La fría luz que emiten los focos y la ausencia de maquillaje acentúan las arrugas de su rostro, y visibilizan el rastro de una vida llena de noches demasiado largas. La escena tiene una carga metatextual obvia. Porque la encargada de dar vida a Shelly es Pamela Anderson y, como su personaje, la actriz pasó años siendo juzgada exclusivamente en base a su aspecto físico, hasta que alcanzó una edad a la que los mismos hombres que habían babeado al verla -entre ellos, los que mandaban en la industria y los medios- empezaron a ignorarla o, peor, a tomársela a broma.
Shelly es una veterana vedette de Las Vegas que, al principio de la película, descubre impotente que el espectáculo en el que ha trabajado durante cuatro décadas va a ser cancelado de forma definitiva, y se da de bruces con la realidad: es una mujer madura en un negocio que valora la juventud y el atractivo sexual, y por tanto su futuro está en el aire. Para complicar su situación aún más, de repente llama a su puerta la hija de la que se distanció años atrás, y que apenas intenta esconder tanto el resentimiento como la vergüenza que siente hacia su madre.
Desde sus primeros compases, pues, ‘The Last Showgirl’ adopta una estrategia similar a ‘El luchador’ (2008), que también instaba al espectador a que tuviera en cuenta tanto la imagen pública como el historial con la prensa sensacionalista de su actor protagonista –Mickey Rourke en su caso- a la hora de relacionarse con su personaje; ambas películas, además, se centran en la fragilidad de la carne y en el coste de dedicar una vida a darlo todo actuando para un público cuya atención resulta adictiva pero que no reemplaza una vida familiar equilibrada. La diferencia entre las dos, eso sí, es la superficialidad del enfoque adoptado por Coppola.

En efecto, el retrato propuesto por ‘The Last Showgirl’ es un mero bosquejo basado en generalidades, acciones previsibles y sentimientos formularios. No tarda nada en dejar claro que el optimismo y la dulzura de Shelly son una forma de autoengaño, de aferrarse a esa fantasía según la que es una bailarina experta y que, si lo intentara, su hija podría estar orgullosa de ella o al menos entender por qué eligió su profesión en lugar de una maternidad responsable. Y, tras hacerlo, se limita a moverse en círculos por un territorio dramático repleto de rutinarios llantos, peleas, traiciones y disculpas no aceptadas. Y resulta llamativo que, entretanto, la película apenas se moleste en dejarnos descubrir quién es Shelly realmente. De entrada, no nos da la posibilidad de verla actuando hasta los últimos coletazos de su metraje, y esa decisión no se entiende si tenemos en cuenta la conexión emocional que ella sigue sintiendo con el baile y lo mucho que su trabajo la define. Y, para dar respuesta a una sucesión de preguntas evidentes -¿es la ingenuidad de la mujer una forma de egoísmo, o un mecanismo de defensa? ¿Cómo puede tener la piel tan fina después de tantos años enfrentándose a los sinsabores del oficio? ¿Es que nunca previó lo que le está pasando?-, Coppola se limita a encadenar una sucesión de escenas sin diálogos en las que su protagonista deambula por las calles al atardecer, o ejecuta movimientos de baile o, simplemente, contempla el horizonte con el ceño fruncido.
En todo caso, ‘The Last Showgirl’ resultaría mucho menos interesante si no contara de antemano con la simpatía que el espectador le tiene a Anderson, y con su conocimiento de la crueldad y las humillaciones a las que ha sido sometida a lo largo de su vida la que fuera varias veces portada de ‘Playboy’ y protagonista de ‘Los vigilantes de la playa’. De hecho, es una película específicamente diseñada para capitalizar esa empatía tanto en su propio beneficio comercial como, sobre todo, para impulsar la resurrección profesional y la reinvención artística de la actriz dándole la oportunidad de usar el personaje para demostrar qué equivocados estaban quienes asumieron que no tiene ningún talento interpretativo. Lo que pasa es que la interpretación de Anderson no aporta pruebas suficientes al respecto. En parte porque Coppola construye todas las escenas alrededor de ella pero no le proporciona un andamiaje narrativo sobre el que construir su personaje, la actriz de ningún modo logra transmitir el daño causado por una vida llena de reproches y arrepentimiento; se limita o ofrecer respuestas básicas a estímulos argumentales estereotipados. Y eso resulta tan indiscutible, tan evidente, que la insistencia con la que la película ha sido considerada un punto de inflexión en su carrera a lo largo de los últimos meses no puede ser más que consecuencia de la predilección que tanto Hollywood como el público tenemos por las historias de actores que resurgen de sus cenizas, tal vez mezclada con cierto sentimiento de culpa. Dicho esto, por supuesto, sería estupendo que Anderson empezara a tener acceso a proyectos cinematográficos estimulantes a partir de ahora.