En la historia de la moda hay instantes que marcan un antes y un después. El debut de Giorgio Armani como diseñador independiente, en 1975, fue uno de ellos. Aquel hombre nacido en Piacenza en 1934, que había coqueteado primero con la medicina y después con el escaparatismo, estaba destinado a cambiar la manera en que las mujeres vestían, y sobre todo, la manera en que eran vistas.
Para las mujeres de finales del siglo XX, ese momento lo firmó cuando reinventó el traje. Fue él quien, en los años setenta, despojó a la chaqueta de su rigidez militar, eliminó el corsé invisible de las costuras y permitió que el cuerpo femenino se moviera con libertad. La clave técnica estaba en el “decostruito”: chaquetas sin forro rígido, hombros suavizados con entretelas ligeras y cortes pensados para acompañar el movimiento, no para limitarlo.

Uno de los ejemplos más célebres lo llevó Diane Keaton en la promoción de Annie Hall; su chaqueta fluida con pantalón ancho se convirtió en un icono cultural. Años más tarde, Julia Roberts recogió el Globo de Oro en 1990 con un traje masculino oversize de Armani, que marcó tendencia al demostrar que la formalidad femenina podía prescindir del vestido.
De pronto, las chaquetas ya no eran pesadas ni intimidantes; los pantalones fluían con naturalidad; los hombros se marcaban sin imponerse. La mujer podía moverse, respirar y conquistar espacios hasta entonces dominados por los hombres, sin necesidad de disfrazarse de ellos.
Ese gesto aparentemente sencillo -su célebre “traje desestructurado”– fue, en realidad, todo un manifiesto de poder. A nivel industrial, esa innovación coincidió con el auge del prêt-à-porter, lo que permitió que su estética se expandiera más allá de la alta costura y llegara a un público profesional mucho más amplio.

También Sharon Stone lo popularizó en los 90 al acudir a galas de Hollywood con blazers Armani combinados con prendas básicas, como la famosa camisa blanca masculina que llevó en los Oscar de 1998 junto a una falda de seda.
En plena irrupción de la mujer en el ámbito profesional, Armani le otorgó un uniforme distinto al de los hombres, pero igualmente autoritario. Su paleta de grises, beiges y azules sustituía los brillos y adornos superfluos. Estas tonalidades neutras facilitaban la producción en serie, garantizaban versatilidad en la combinación y respondían a la lógica de un armario cápsula cuando el término aún no se había popularizado.
Su visión de la mujer no se limitó al ámbito laboral. Armani también supo vestir la intimidad femenina con suavidad y pureza: sedas que caían como agua, vestidos de noche que parecían flotar y líneas de haute couture que redefinieron la feminidad en el cine y en la alfombra roja de Hollywood. Desde 1980, con la película American Gigolo, consolidó una estrecha relación con la industria audiovisual, convirtiéndose en uno de los diseñadores más presentes en vestuarios cinematográficos y galas de premios.
Desde Diane Keaton hasta Jodie Foster, Michelle Pfeiffer, Cate Blanchett, Sofía Loren o Penélope Cruz, todas encontraron en Armani una segunda piel capaz de expresar carácter y sensualidad sin recurrir a lo obvio. En la pantalla y fuera de ella, el traje Armani se convirtió en segunda piel de una mujer independiente, magnética, difícil de olvidar.
Su archivo hoy cuenta con más de 400.000 piezas catalogadas, muchas de ellas expuestas en el Armani/Silos, el museo inaugurado en Milán en 2015 para preservar y difundir su legado. Incluso en la música, artistas como Beyoncé y Tina Turner eligieron sus trajes fluidos para conciertos y portadas, confirmando la transversalidad de su propuesta.
Hoy, casi cinco décadas después, el traje desestructurado de Armani sigue siendo un emblema de libertad y poder. Su vigencia prueba que fue toda una declaración de principios; y es que la mujer que él vistió no buscaba validación, buscaba movimiento, independencia y sobriedad. Ese traje, reproducido en colecciones sucesivas y reinterpretado por nuevas generaciones, se estudia en escuelas de moda como ejemplo de ergonomía aplicada al diseño.
Giorgio Armani se ha ido pero nos deja una feminidad que rehúye el exceso y abraza la sobriedad como forma de fuerza y que, al liberarse del corsé -real o simbólico-, ha encontrado la manera más elegante de presentarse ante el mundo.