En octubre de este año, el Comité Noruego del Nobel anunció que María Corina Machado sería galardonada con el Premio Nobel de la Paz. La decisión se fundamentó en su “incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela y por su lucha en favor de una transición justa y pacífica de la dictadura hacia la democracia”. En el comunicado, se subrayó que la líder de las fuerzas democráticas venezolanas había logrado unificar a la oposición política de su país y que constituía “uno de los ejemplos más extraordinarios de valentía civil” en una región, América Latina, que ha mantenido una relación compleja –por no decir, en algunos casos, inexistente– con la defensa y protección de los derechos más básicos de los individuos.
El premio concedido resuena con fuerza cuando se observa el escenario que Machado ha enfrentado en su propio país en los últimos tiempos. Así pues, es preciso incidir en una idea principal: en Venezuela han perpetrado crímenes graves. Así lo corrobora Amnistía Internacional que, en numerosos informes, ha destacado que los dirigentes venezolanos han ordenado una cantidad ingente de desapariciones forzadas que formarían parte de un ataque sistemático y generalizado destinado a someter buena parte de su propia población. Es evidente que los opositores se han erigido en objetivos constantes y recurrentes de una práctica que, de acuerdo con el artículo 7 del Estatuto de Roma, constituiría un crimen contra la humanidad. En todo caso, el listado de actuaciones ilícitas no se detiene aquí. Otras investigaciones mencionan que el régimen de Nicolás Maduro ha perpetrado detenciones arbitrarias, así como torturas y malos tratos. Como colofón, se han denunciado conductas delictivas contra menores, lo que pone de manifiesto el profundo desprecio de la cúpula política del país por la dignidad humana y por los principios más elementales del Derecho Internacional.

La inhabilitación de Machado
Por si lo anteriormente explicado no fuera ya suficientemente grave, es preciso resaltar que la represión ejercida por la Venezuela de Maduro se ha intensificado de manera brutal como consecuencia de las protestas que emergieron el año pasado cuando éste se proclamó vencedor de unas elecciones cuyas actas, hasta la fecha, no han sido reveladas. El propio Comité Noruego del Nobel afirma que se destruyeron las papeletas y se modificaron los resultados. A continuación, el gobierno comenzó a implementar estrategias de coacción y acoso que llevaron a más de ocho millones de personas a abandonar el país mientras la oposición era profundamente hostigada. Además, dos mil detenciones tuvieron lugar durante el mes siguiente al plebiscito. En este orden de ideas, vale la pena recordar que Machado era entonces la líder de la oposición; sin embargo, maniobras oscuras y abiertamente torticeras impidieron que finalmente pudiera presentarse a las elecciones presidenciales de su país. Desde ese momento, se vio obligada a vivir dieciséis meses de clandestinidad.
Es evidente que Venezuela afronta una grave crisis interna. A ello se suma una situación internacional delicada, marcada por el empeño de Donald Trump en evitar –de acuerdo con su dudoso argumento– que las drogas procedentes de Venezuela lleguen a Estados Unidos; una justificación que, de hecho, lo llevó a insinuar – la semana pasada– que quizá había que llevar a cabo una intervención territorial. Así pues, sin perder de vista este complejo escenario externo, basta mirar hacia el interior del país para advertir que el régimen autoritario de Maduro implica la violación constante y reiterada de los derechos más esenciales de sus ciudadanos mediante actuaciones que podrían calificarse –como ya se anticipó– de crímenes contra la humanidad.

La crisis humanitaria en Venezuela
A estas alturas, cabe plantearse si otros Estados han reaccionado ante la situación cada vez más calamitosa que padece Venezuela. En este contexto, conviene mencionar que, en 2018, varios Estados –entre ellos: Colombia, Chile y Argentina– se dirigieron a la Corte Penal Internacional (CPI) para que iniciara un examen sobre la situación existente en Venezuela desde 12 de febrero del 2014. Aquel día, las protestas surgidas en respuesta a la escasez y la inseguridad que sufría la población venezolana fueron acalladas ferozmente por el Estado. Tres años después, la Fiscalía decidió proseguir con las pesquisas, a pesar de las reticencias mostradas por Venezuela que llegó incluso a plantear el correspondiente escrito de apelación con el objetivo de frustrar que el caso fuera finalmente analizado por la Corte. En 2023, la Sala de Apelaciones rechazó los alegatos vertidos por el país latinoamericano. Consecuentemente, la investigación siguió su curso, si bien es cierto que la CPI decidió centrarse en los ilícitos perpetrados a partir de abril del 2017, los cuales comprenden la privación ilegítima de libertad, la tortura, la violencia sexual y la persecución por motivos políticos. Desde entonces, la tensión entre el país latinoamericano y la CPI no ha hecho más que agudizarse. Es más, a principios de este mes, la oficina del citado órgano judicial ubicada en Caracas anunciaba su cierre ante la falta de cooperación mostrada por el Gobierno. Aun así, el procedimiento –el primero de esta naturaleza abierto por la CPI en un país latinoamericano– sigue activo.

Ironías del destino (o, quizá, sea más bien todo lo contrario): en la misma semana en la que se ha concedido el Nobel de la Paz a María Corina Machado, Venezuela ha anunciado su intención de retirarse del ámbito competencial de la CPI, argumentando que existe una relación de vasallaje en virtud de la cual el tribunal en cuestión no pretende impartir justicia ni defender derechos. Ahora bien, si finalmente esta iniciativa prosperara, el procedimiento judicial en cuestión continuaría. En definitiva, la CPI mantendría su competencia con respecto a los crímenes cometidos mientras Venezuela era un Estado parte del Estatuto de Roma, el tratado fundacional de la propia Corte.
Los otros Machados
Sea como fuere, es preciso indicar que la premiada –quien, como señala el citado comité, se ha valido de los instrumentos que procura la propia democracia para auspiciar la paz en un país donde la comisión de graves crímenes parece estar a la orden del día– logró desplazarse hasta Oslo bajo “extremo peligro” –según informó el país escandinavo–, pero no pudo llegar a tiempo a la ceremonia de entrega. Así pues, Machado no ha podido recoger uno de los premios más emblemáticos, ideado y diseñado por Alfred Nobel, que cada año se otorga en Noruega bajo la premisa de que la persona “haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz”. En este orden de ideas, conviene recordar a otros personajes ilustres que sí tuvieron la oportunidad de recogerlo y que pronunciaron, en el momento requerido, el correspondiente discurso. En este sentido, cabe traer a colación a Martin Luther King Jr., quien en su memorable speech afirmó que el ser humano debía superar “la opresión y la violencia sin recurrir a la violencia”. A su modo de ver, la civilización y el uso de la fuerza son conceptos incompatibles. Unas palabras que bien podría haber pronunciado Machado en el ayuntamiento de Oslo. En todo caso, cuando el pasado octubre se supo que era la ganadora del Nobel de la Paz, sus palabras fueron difundidas. En ellas afirmó que el galardón no era un reconocimiento personal, sino que pertenecía a todos los venezolanos. Un mensaje muy similar al pronunciado por el activista norteamericano cuando afirmó que aceptaba el premio “con el espíritu de un custodio de una preciada herencia que conserva en fideicomiso para sus verdaderos dueños: todos aquellos para quienes la belleza es verdad y la verdad, belleza, y a cuyos ojos la belleza de la auténtica hermandad y de la paz es más valiosa que los diamantes, la plata o el oro”. En estos días, se podrán conocer de primera mano las impresiones de la recientemente premiada y ahora nuevamente visible tras meses de ausencia forzada, quien –a buen seguro– volverá a subrayar que su lucha –y, por extensión, este reconocimiento– pertenece a un país extraordinariamente rico en recursos, pero empobrecido por el autoritarismo; un país que, pese a todo, no ha renunciado a la esperanza ni a la libertad.

