Esperanza Santos ha pasado casi dos décadas en las emergencias más duras del planeta: epidemias en África, ciclones en Mozambique, conflictos en Yemen o Sudán del Sur. Nada de eso la preparó para las siete semanas que acaba de vivir en Gaza. “Es un territorio muy pequeño en el que todo el rato eres consciente del conflicto”, resume. El sonido de los drones, las demoliciones y los bombardeos se convierten en una rutina imposible de asimilar.
Regresó hace apenas unos días, después de coordinar los equipos de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Jan Yunis. Allí comprobó lo que significa un asedio prolongado: el control absoluto de la vida cotidiana por parte del ejército israelí, desde la entrada de comida hasta la cantidad de agua potable disponible. “Tu vida depende de lo que decida Israel”, explica.

El asedio como norma
Santos llegó a Gaza a mediados de agosto, cuando todavía existía cierta esperanza de un alto el fuego. La expectativa se desvaneció con la ofensiva lanzada en septiembre, que transformó la Franja en un territorio sin respiro. “No hay un solo momento en el que la población pueda desconectar”, señala. Y la presión psicológica se suma al miedo físico. “Los aviones sobrevuelan bajo incluso cuando no lanzan bombas, recordando a la población que el peligro es permanente”, relata.
La consecuencia es la imposibilidad de escapar. Israel define zonas seguras que abarcan el 15% del territorio, pero en la práctica ningún lugar lo es. “Puede tocar en cualquier sitio y en cualquier momento”, resume la enfermera.

El recuerdo más duro que se lleva es el de un ataque con dron en Khan Yunis. Iba dirigido a un objetivo concreto, pero los explosivos alcanzaron a cinco niños que recogían agua en plena calle. “Donde se supone que uno recibe ayuda puede encontrar la muerte”, advierte. Ese es, quizá, el mayor miedo de la población gazatí: hospitales y centros de distribución se han convertido también en escenarios de muerte.
Las cifras confirman esa desproporción. Más de 60.000 palestinos han muerto desde el inicio de la ofensiva, entre ellos decenas de miles de civiles y miles de niños. Frente a ello, el ejército israelí reconoce la muerte de unos 2.000 militantes de Hamás. Para Santos, el precio es demasiado caro: “El Gobierno de Israel está asesinando niños todos los días”.

El hambre como campo de batalla
El hambre es otra herramienta de presión. Cuando llegó, apenas entraban alimentos básicos. En cuanto se abrieron las fronteras, “la población celebraba hasta el azúcar para el té”. Pero los mecanismos de distribución de ayuda son caóticos y, en muchos casos, violentos. “Se abren puntos de reparto sin criterio de vulnerabilidad. Gana el más fuerte”, explica.
En varias ocasiones, relata, hubo disparos en esos lugares. Niños con heridas de bala llegaron a los hospitales mientras intentaban conseguir un saco de arroz o unas botellas de agua. La consecuencia es un repunte de la desnutrición, especialmente entre los más pequeños, que no se revierte con la entrada puntual de alimentos.
El éxodo interminable
Fue el 14 de septiembre cuando Santos salió de la ciudad de Gaza junto a miles de personas tras la orden de evacuación. Doce kilómetros se convirtieron en cinco horas de caminata entre familias que empujaban carretillas, sillas de ruedas o carros improvisados. “Esta vez era distinto. Se notaba la frustración, el derrotismo”, recuerda. Muchos sabían que no volverían a sus casas, reducidas a ruinas en una Franja donde apenas quedan edificios en pie.

En su memoria queda la imagen de kilómetros de tierra arrasada y dos únicos edificios ondeando la bandera de Israel. Para la cooperante, la estrategia es evidente: “Están intentando hacer de Gaza un sitio inhabitable”.
Lo que pide Gaza
Más allá de las cifras, lo que Santos transmite es el mensaje que le repitieron una y otra vez los gazatíes: que se cuente lo que está pasando y que no se normalice. “Ellos confían en que la comunidad internacional consiga parar esto”, insiste. El reconocimiento político de Palestina por parte de algunos Estados tiene un valor simbólico, no tanto práctico, pero sí refuerza la idea de no estar solos.

Su conclusión es clara: “Lo más urgente es que pare esta barbarie. Y a partir de ahí podremos discutir”. No pide soluciones inmediatas ni planes a largo plazo, sino un alto el fuego que permita respirar a una población agotada. Mientras tanto, MSF mantiene más de un millar de trabajadores palestinos sobre el terreno, aunque la inseguridad obliga a suspender actividades en algunos hospitales.
Esperanza Santos empezó con Médicos Sin Fronteras en 2006. Desde entonces ha estado en algunos de los lugares más complicados del planeta, alternando esas misiones con su trabajo en un hospital de Madrid. Ha sido enfermera, coordinadora de terreno, jefa de misión… Ha visto de cerca epidemias de cólera, brotes de ébola o ciclones. Ahora Gaza se suma a la lista de lugares que le han dejado huella, reconoce, complicada de borrar: la de un territorio donde la vida depende de decisiones externas y donde la población civil se ha convertido en objetivo.