Desde las calles de Tel Aviv, entre carteles en blanco y negro con rostros de niños famélicos y el murmullo constante de una ciudad que sigue su curso, Moriah Shlomot, abogada y activista de 56 años, alza la voz contra una tragedia que se desarrolla a tan solo una hora de su hogar. Este viernes, la cifra de muertos por la hambruna en Gaza ascendió a 122. La mayoría son niños.
Shlomot fue secretaria general del movimiento Paz Ahora durante la Segunda Intifada y es cofundadora de “Una Tierra para Todos – Dos Estados, Una Patria”, una iniciativa que propone un modelo de convivencia y asociación entre israelíes y palestinos. Hoy, Shlomot forma parte del pequeño pero creciente grupo de ciudadanos israelíes que no están dispuestos a mirar hacia otro lado frente al hambre que devora la franja palestina.
De la negación al debate
“El tema del hambre ha pasado de una negación absoluta a ser algo que se discute en los medios israelíes”, señala Shlomot, sorprendida de que incluso periodistas de los principales canales comiencen a nombrar la crisis humanitaria sin tapujos, aunque aún sin asumir responsabilidad. La visibilidad crece empujada por las imágenes que circulan en redes: niños con ojos vacíos, vientres hinchados, cuerpos consumidos.

Las cifras estremecen. Según la ONU, al menos mil personas han muerto tiroteadas al intentar acceder a los puntos de distribución de alimentos gestionados por la Gaza Humanitarian Foundation (GHF), la controvertida organización norteamericana apoyada por Israel que reparte comida en cuatro puntos de la franja. Los tiroteos para ahuyentar a las masas hambrientas se cobran víctimas casi a diario.
La responsabilidad de Israel
“Israel podría haber cambiado la situación. Y mientras no lo haga, su responsabilidad es total”, denuncia. La suya, añade, es también una responsabilidad personal. “Es mi Gobierno, y es mi deber luchar”, insiste. Desde la devastada Gaza, miles de palestinos también reclaman al grupo islamista Hamás que se rinda y entregue a los 50 rehenes israelíes que mantiene en su poder. Tras casi dos años de guerra, crece el resentimiento de los gazatíes hacia el grupo les gobernó con puño de hierro durante casi dos décadas. Ante todo, la gente necesita comer.
Desde el pasado diciembre, Shlomot promovió junto a otras activistas acciones públicas para despertar conciencias. Una de las más visibles es la manifestación silenciosa que llevan meses protagonizando hombres y mujeres vestidos de negro, de pie y en silencio durante una hora, sosteniendo fotos de niños gazatíes. Se han plantado en plazas de Tel Aviv, Jerusalén o Haifa con un mensaje claro: “El hambre es un crimen de guerra”. Al principio eran unos pocos. Hoy son centenares.
Hostilidad contra ellas
“La gente se conecta con las fotos, con las historias. Muchas mujeres, sobre todo, sienten un vínculo visceral con esta tragedia. Lo que el pueblo judío vivió con el hambre nos marca profundamente”, dice. “Y ahora somos nosotros quienes provocamos ese sufrimiento en otros”, lamenta.
Pero no todo es silencio ni reflexión. En algunas zonas han sido recibidos con huevos, insultos y agresiones físicas. “Nos tiraron una pala, nos golpearon. Fue violento. Muy violento. Cuando salimos del entorno de nuestra burbuja, la hostilidad es brutal”, matiza. En el centro de Tel Aviv, con población mayormente liberal y de izquierdas, sus proclamas no generan tanta hostilidad.

Pese a remar a contracorriente, las activistas persisten. Saben que el mundo mira a Israel: las fotos de niños famélicos ocupan portadas y noticieros. Para algunos activistas, el acto de sostener un cartel con un rostro anónimo se convierte en un ejercicio casi meditativo, una forma de resistir al dolor y de encontrar sentido a su lucha.
Vivir con la conciencia del hambre al otro lado del muro también tiene un coste emocional. “Muchos amigos míos sienten una disonancia casi diaria. Disfrutar de un helado o comer en un buen restaurante se convierte en una experiencia cargada de culpa. No porque ese gesto cambie algo para los niños en Gaza, pero porque es insoportable pensar que mientras tú comes, otros mueren de hambre”, reconoce.
“La magnitud del sufrimiento humano es evidente”
Shlomot se revuelve en esa paradoja. “Estoy sentada en casa de mi madre, cómoda, feliz porque mi hijo ha vuelto del campamento. Y al mismo tiempo, a pocos kilómetros, hay gente que no tiene ni un pedazo de pan, ni un techo sobre su cabeza. Es una realidad tan absurda que cuesta asimilarla”, prosigue. Las cifras son abrumadoras. “Quizás estamos hablando de 100.000 muertos. No lo sabemos. Y no sabremos los números reales durante mucho tiempo. Pero la magnitud del sufrimiento humano es evidente”, agrega.

En su reflexión final, Shlomot apela a la capacidad de una sociedad para asumir lo que ha hecho en su nombre. “Todo depende de cómo enfrentemos nuestra responsabilidad. Si negamos, si culpamos a otros, la herida no se cerrará. Pero si, aunque sea tarde, miramos al otro, al que sufre, y tratamos de reparar, aún hay esperanza. Se puede reconstruir la confianza. Se puede sanar”, considera.
No es optimista respecto al liderazgo actual de Israel, pero no abandona la posibilidad de una transformación. “Si conseguimos cambiar la dirección o influir en ella, podemos tener un futuro diferente. Si no, me preocupa profundamente lo que vendrá”. Como a tanto israelíes, a Shlomot le preocupa el país que dejará a sus hijos. En una concentración esta semana en Tel Aviv, una pancarta sobresalía entre las demás. En letras grandes, decía: “La tercera generación del Holocausto se opone a la hambruna en Gaza”.