Este viernes, cuando el reloj marque el mediodía en Oslo, la voz de Jørgen Watne Frydnes, al frente del Comité Noruego del Nobel de la Paz, pronunciará un nombre que, por unas horas, concentrará la atención moral del planeta. Ese nombre —hombre o mujer, organización o individuo— se añadirá a una genealogía que va de Alfred Nobel a Nelson Mandela, de Martin Luther King a Malala Yousafzai. Un linaje donde la palabra “paz” es aspiración, pero también marketing global. Un globalismo que provoca urticaria a Donald Trump, uno de los candidatos de este año. Y lo cierto es que su nombre suena con fuerza junto al de organizaciones humanitarias de Sudán o Yulia Navalnaya, la viuda de Navalni.
El presidente estadounidense, que ha hecho de la impetuosidad su estilo en política exterior, vuelve a ocupar titulares por su deseo de recibir el Premio Nobel de la Paz. Esta semana, incluso, las familias de los rehenes israelíes aún retenidos en Gaza han enviado una carta al Comité Noruego solicitando que se le otorgue el galardón por su papel en el acuerdo que busca liberar a los últimos 48 cautivos y poner fin a una guerra que ha dejado más de 66.000 muertos.

En la carta, el Foro de la Familias de los Rehenes afirma: “En este mismo momento, el plan integral del presidente Trump para liberar a todos los rehenes y terminar esta terrible guerra está sobre la mesa. Instamos al Comité a premiarlo, porque no descansará hasta que el último cautivo vuelva a casa”. El argumento suena tan mesiánico como familiar. Trump, dicen sus cercanos, no ha dejado de recordarle al mundo que ha “acabado con siete guerras” y que “ningún presidente ha hecho tanto por la paz”. Su equipo diplomático asegura que su “plan de veinte puntos” para Gaza representa la primera hoja de ruta viable hacia el cese total de hostilidades.
La inmortalidad del Premio
El Nobel de la Paz es el más prestigioso y el más polémico de los galardones creados por la voluntad testamentaria de Alfred Nobel en 1895. Nació del premio a la fraternidad humana financiado con la fortuna del inventor de la dinamita. Desde entonces, se ha convertido en un espejo de la historia moral del mundo. Cada vez que el Comité anuncia su decisión, la humanidad parece alabar a un ganador espejo del sueño imposible de la concordia entre humanos.
Give @realDonaldTrump the Nobel Peace Prize – he deserves it! 🏅 pic.twitter.com/Hbuc7kmPt1
— Prime Minister of Israel (@IsraeliPM) October 9, 2025
A lo largo de más de un siglo, el Nobel ha premiado a héroes, mártires y también a estrategas que supieron vender la paz como un activo político. En 1973, el galardón a Henry Kissinger —determinante en el bombardeo a Camboya— desató protestas. En 1994, lo recibieron Isaac Rabin, Shimon Peres y Yasser Arafat por los Acuerdos de Oslo, en una paz que se desintegraba poco después. En 2009, Barack Obama lo obtuvo “por sus esfuerzos extraordinarios para fortalecer la diplomacia multilateral”, aunque aún no había tenido tiempo de demostrar nada. La ironía histórica es que Trump busca lo que Obama obtuvo por anticipado confirmando la consagración de la paz como espectáculo global.
Trump no oculta que quiere ganar el Nobel
A diferencia de otros candidatos, Trump no se esconde tras el pudor de la modestia. Ha declarado, sin rodeos, que merece el Nobel y que “sería una gran ofensa para América” si no lo gana. En los últimos meses, ha multiplicado sus gestos diplomáticos, encadenando mediaciones exprés entre países históricamente enfrentados —India y Pakistán, Egipto y Etiopía, Serbia y Kosovo— con una rapidez más televisiva que diplomática. Pero su gran apuesta era Gaza. Allí, tras dos años de guerra, su nombre aparece vinculado a una paz y a un canje de rehenes que podría detener la hemorragia humanitaria.
El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, anuncia la nominación de Donald Trump para el Nobel de la Paz
Los hechos, sin embargo, son menos nítidos que el relato. El plan de Trump, según diplomáticos noruegos consultados por Al Jazeera, es un conjunto de promesas aún sin implementar. La tregua parece frágil; los corredores humanitarios son insuficientes; la reconstrucción, lejana. Y el papel de Estados Unidos sigue siendo ambiguo al proveer armas y, al mismo tiempo, mediar en el fin de la guerra.
El hombre contra el mundo
Trump no cree en el multilateralismo. No confía en Naciones Unidas, ni en la OTAN, ni en la diplomacia tradicional. Prefiere las negociaciones personales con acuerdos que llevan su firma y su marca. En su visión, la paz no es un proceso colectivo, sino un producto que se vende y se exhibe.

De ahí su obsesión con el Nobel. Lo ve como un trofeo, una confirmación de que su intuición —“el mundo necesita líderes fuertes, no burócratas”— es la correcta. Pero el Comité de Oslo suele premiar lo opuesto, a los noruegos les gusta la perseverancia silenciosa. Hay, sin duda, ironía en el hecho de que el político más reacio al multilateralismo aspire al galardón más simbólicamente multilateral del planeta.
Los detractores de su candidatura recuerdan los otros escenarios donde su Administración ha ejercido la paz a la inversa bombardeando Irán, Yemen o Somalia; atacando barcos en el Caribe; con una política migratoria endurecida; con la amenaza de anexar territorios extranjeros.. Su hostilidad hacia las instituciones democráticas y hacia la prensa es también patente. En la balanza del Nobel, estos factores pesan. No solo se premia la negociación, sino el espíritu que la sostiene. El testamento de Alfred Nobel hablaba de quienes trabajan “por la fraternidad entre las naciones, la reducción de los ejércitos y la celebración de congresos de paz”. Difícilmente el Comité vea en Trump esa vocación. Y, sin embargo, el Nobel ha demostrado a lo largo de su historia una elasticidad sorprendente. En ese sentido, Trump no desentona en el panteón de las paradojas. El premio no es solo un reconocimiento; es una proyección moral. Por eso, aunque este viernes el nombre de Trump probablemente no sea pronunciado en Oslo —demasiado pronto, demasiado divisivo—, su candidatura sirve para medir la temperatura ética del mundo.

En tiempos donde la verdad se confunde con la propaganda y la diplomacia con el espectáculo, su ambición desmedida nos recuerda que la paz sigue siendo el escenario donde se libran las batallas del poder. Cuando el mundo conozca al nuevo laureado, Donald Trump quizá observe la ceremonia desde alguna de sus residencias empañadas de oro, convencido de que el premio le pertenece por derecho natural. Tal vez repita, con su ironía característica, aquello de: “Si me llamara Obama, ya lo tendría”.