A finales de agosto, comenzó a una nueva crisis entre Estados Unidos y Venezuela. Este nuevo enfrentamiento protagonizado por ambos países se desencadenó cuando Washington decidió aumentar su presencia militar aérea y naval en el Caribe. Esta medida fue presentada como una estrategia necesaria para combatir el narcotráfico. Poco tiempo después, el 2 de septiembre, Washington autorizó un ataque contra una embarcación venezolana en la que supuestamente viajaban miembros del cártel conocido como Tren de Aragua. La Casa Blanca sostuvo que el navío transportaba drogas, lo que –a su juicio– legitimó la operación. Tras esta acción, que causó la muerte de once personas, se han perpetrado otros ataques muy similares tanto en aguas del Caribe como del Pacífico que han conllevado la destrucción de más de veinte buques, así como la muerte de más de ochenta personas. Estas operaciones han ido acompañadas de un amplio despliegue militar en el mar del Caribe en virtud del cual la administración estadounidense ha movilizado, principalmente, portaaviones, destructores lanzamisiles y buques de asalto. Gracias a las imágenes satelitales, se ha podido comprobar que hay –al menos– seis buques en la referida región marítima. Entre las unidades más destacadas se encuentra el USS Gerald R. Ford –uno de los portaaviones más modernos y avanzados de Estados Unidos– ubicado, hace unos días, a setecientos kilómetros de la costa venezolana.
Atacar Venezuela por tierra
Las medidas expuestas constituyen toda una exhibición del poderío militar de Washington que no ha dudado en desplegar en el marco de su particular cruzada contra las drogas que aparenta abanderar. Las declaraciones proferidas por el mandatario norteamericano en torno a esta confrontación –salpicadas, en ocasiones, de toda clase de improperios– se insertan en una dinámica cada vez más beligerante. Es cierto que el mandatario norteamericano mantuvo la semana pasada una conversación telefónica con su homólogo venezolano, lo que hizo pensar en una posible salida diplomática a la crisis que ambos países mantienen desde hace meses. La información que ha trascendido sobre dicho intercambio ha sido escasa. En todo caso, no debió abordarse nada particularmente relevante, habida cuenta de que las hostilidades, lejos de disminuir, están alcanzando un punto álgido. En este sentido, el martes, Donald Trump lanzó una contundente amenaza: atacar Venezuela por tierra y acabar con “esos hijos de perra”. Además, afirmó que cualquier país implicado en la producción y tráfico de drogas es susceptible de convertirse en objetivo. Sin duda, un aviso a navegantes; una advertencia, en definitiva, dirigida a países vecinos como Colombia que se encuentran también en el punto de mira de Washington (por cierto, que el presidente colombiano, reaccionando con celeridad, se apresuró a invitar al líder estadounidense a desplazarse a su territorio para comprobar, in situ, que se están destruyendo laboratorios de cocaína). Todas estas actuaciones y amenazas se enmarcan en la operación Lanza del Sur, la cual se nutre no sólo de material militar, sino también de sistemas robóticos destinados a identificar las llamadas “narcolanchas” que, a juicio de Washington, estarían involucradas en el transporte de sustancias ilícitas. Conviene señalar que, hasta la fecha, no se ha aportado ningún tipo de evidencia en este sentido.

Por su parte, Nicolás Maduro, acusado por la Administración norteamericana de dirigir el Cartel de los Soles, ha subrayado que la acción militar llevada a cabo por la Casa Blanca en los últimos meses constituye una clara amenaza a su soberanía. El embajador permanente, Héctor Constante Rosales, reiteró esta misma semana un mensaje similar. Además, Venezuela ha denunciado que el verdadero propósito de Estados Unidos no es la lucha contra los narcóticos, sino promover un cambio de régimen. En esencia, sostiene que el país norteamericano busca facilitar la formación de un gobierno afín a sus intereses para de este modo asegurarse, entre otras cuestiones, un acceso preferente a los valiosos recursos naturales del país.
La actuación de Estados Unidos
A la luz de los hechos analizados, es evidente que pueden formularse lecturas muy diversas. Es innegable la complejidad del contexto venezolano y la prolongada crisis –política, económica y social– que enfrenta el país desde hace largos años. Esta situación ha motivado la aparición de gobiernos paralelos que –con escaso éxito– han tratado de erigirse en alternativa al gobierno de Nicolás Maduro. Voces relevantes como María Corina Machado, galardonada con el Premio Nobel de la Paz este año, han denunciado el terrorismo de Estado que aquél habría promovido, poniendo de relieve la violación sistemática de derechos humanos a través de detenciones arbitrarias practicadas, desapariciones forzadas, actos de tortura, etc. Sin embargo, el presente análisis no versa sobre la crisis interna venezolana, sino que se centra exclusivamente en la actuación de Estados Unidos y en su valoración a la luz del Derecho Internacional. Bajo esta premisa, es necesario formular una serie de consideraciones jurídicas que se sitúan al margen de la situación doméstica de Venezuela. Así pues, en primer lugar, la presencia de fuerzas militares de un Estado en las proximidades o dentro de aguas territoriales de otro puede ser interpretada como una amenaza incompatible con la prohibición contenida en el artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas. En todo caso, los ataques dirigidos contra las embarcaciones venezolanas constituyen una vulneración directa de dicha norma conforme a la cual los Estados deben “abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza”. En segundo lugar, es preciso subrayar que en alta mar los buques se encuentran sujetos a la jurisdicción exclusiva del Estado del pabellón (es decir: supeditados al Estado de la nacionalidad del navío). Así queda estipulado en el artículo 92 de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Hay excepciones tasadas, como la piratería o actos relacionados con la esclavitud, que permitirían la interceptación o el abordaje de buques extranjeros en alta mar. La lucha contra el narcotráfico no habilitaría esta posibilidad. En consecuencia, las interceptaciones y ataques realizados por Estados Unidos carecen de base jurídica y constituyen actos internacionalmente ilícitos que generan la responsabilidad correspondiente. En tercer lugar, la muerte de los tripulantes fallecidos con motivo de las referidas acciones ilícitas plantea una cuestión también muy relevante, ya que no formaban parte de ningún conflicto armado. Son, por tanto, civiles que –estén o no implicadas en la realización de actividades ilícitas– han sido privados arbitrariamente de la vida. Son, por lo tanto, víctimas de ejecuciones extrajudiciales. Este delito se regula y prohíbe en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; un acuerdo que evidentemente vincula a Estados Unidos.

Consecuentemente, también estaría incumpliendo con sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos. Finalmente, una eventual intervención territorial en Venezuela –tal y como se ha insinuado– constituiría una violación directa e inexcusable de los preceptos internacionales más relevantes. Vemos, por tanto, que Estados Unidos está actuando al margen de los límites impuestos por el orden jurídico internacional contemporáneo.
Además, la actuación del mandatario estadounidense está sentando un precedente sumamente peligroso, ya que otros Estados podrían sentirse legitimados a emprender maniobras unilaterales e ilícitas amparándose en el argumento de combatir conductas supuestamente criminales. Proceder al margen de la legalidad internacional en nombre de la propia defensa del orden jurídico –y sin afrontar consecuencia alguna– nos sitúa en un horizonte particularmente inquietante. Este escenario adquiere una dimensión aún más preocupante si se tiene en cuenta que la estrategia estadounidense hacia Venezuela constituye la materialización de una voluntad orientada a ejercer su control sobre el continente americano. Esta postura nos remite inevitablemente a la Doctrina Monroe, reinterpretada en más de una ocasión para justificar la hegemonía de Washington en la región. Todo parece indicar que Donald Trump, inmerso en una versión actualizada de dicho planteamiento, pretende implementar una suerte de “doctrina Donroe”; una doctrina renovada que, bajo el discurso de la seguridad y la lucha contra el narcotráfico, busca legitimar intervenciones unilaterales y consolidar su posición de primacía en el continente.

Atrás quedaron las célebres palabras pronunciadas por George Washington en su discurso de despedida en el que alentaba a sus conciudadanos a mantenerse vigilantes ante la influencia extranjera, advirtiendo que “la injerencia exterior es uno de los enemigos más perniciosos”. Mientras que el primer mandatario norteamericano denostó todo poder externo por su capacidad de manipular los intereses nacionales, el Estados Unidos de hoy parece encarnar esa misma injerencia exterior que antaño condenaba. Siguiendo la lógica del propio Washington –según la cual los verdaderos patriotas son los que resisten las intrigas procedentes de la influencia externa– cabe preguntarse lo siguiente: ¿serán los venezolanos que tratan de resistir los envites estadounidenses quienes, desde esa perspectiva, podrían erigirse como los auténticos patriotas?


