Opinión

La baguette francesa

El laberinto de Francia
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Francia, columna de la construcción europea, uno de sus pulmones económicos, foco de tendencias intelectuales, cuna de la revolución burguesa, patria de la libertad y tantas otras cosas, lleva años en el umbral de una crisis política estructural, reflejo de su polarización social que, si algún acontecimiento inesperado no lo remedia, le aboca a una recesión económica de consecuencias impredecibles.

Entre 2024 y 2025, la Francia de Emmanuel Macron ha sacrificado a dos primeros ministros, Gabriel Attal y Michel Barnier, y lleva camino de hacer lo mismo con François Bayrou. Eso sin olvidar a la veterana Elizabeth Borne, que sólo pudo aguantar la silla caliente por un año y medio. La causa en todos ellos es muy similar. La política centrista, europeísta y reformista, intentando abordar los problemas desde su raíz, que encarna el presidente Macron, choca con una Asamblea de la República partida entre los insumisos de Mélenchon -el epíteto no deja de tener gracia en un país tan desarrollado- y el populismo de la extrema derecha de Le Pen y su joven delfín, Jordan Bardella.

El actual primer ministro, el experimentado centrista François Bayrou, presenta su presupuesto para 2026 con el principal objetivo de reducir la deuda y aminorar el déficit público, que lastra el crecimiento francés. Plantea unas cuentas restrictivas del gasto público que proponen un ahorro de 44.000 millones de euros. Como propina, se ha atrevido, ni más ni menos, a eliminar dos días festivos. Bayrou, motu proprio, se someterá el lunes 8 de septiembre a una moción de confianza. Pocos dudan en París de que morirá en el intento.

Francia es la séptima potencia económica mundial y la segunda de Europa, siendo la principal fuerza agrícola europea, con una industria de manufactura diversificada en medio de un proceso de desindustrialización y con una fuerte actividad en el sector servicios. La industria supone el 17% del PIB y emplea a una quinta parte de la población activa. El sector terciario representa el 70% del PIB y emplea casi al 80% de la población. Es el primer destino turístico del mundo.

Sus cifras macro indican un PIB de 3.150 millones de dólares, un crecimiento mínimo del 0,3%, una renta per cápita de 40.000 euros, un endeudamiento del 113% del PIB, una inflación del 0,9% y un paro del 7,5. El déficit público se eleva hasta el 5,8%. El sector público representa el 57% del PIB, con una presión fiscal que se proyecta hasta el 51%. Siendo una economía que dobla a la española, presenta rasgos similares en deuda y déficit, con menor crecimiento y menos paro.

Macron
El presidente francés Emmanuel Macron sostiene un paraguas
Efe

Por tanto, el diagnóstico parece obvio para el enfermo francés. Se trata de un Estado que gasta mucho, se endeuda demasiado y paga más de los que ingresa, pese a la enorme presión fiscal. A pesar de la montaña de gasto público, el ciudadano francés considera que los servicios sociales en aspectos como sanidad, educación, infraestructuras o ayudas se han deteriorado en los últimos años. Es una pescadilla que se muerde la cola. La terapia que quiere imponer Bayrou parece evidente: menos gasto público, más ahorro y más trabajo. Pero esto no gusta a los franceses.

La respuesta en los dos extremos del arco político no puede ser más distante. Los insumisos -hermoso apelativo que retrotrae a la nomenclatura revolucionaria de 1789- creen, convencidos, que la deuda pública no es un problema, y que, por tanto, el Estado tiene que seguir gastando más, casi sin límite, y penalizando con mayores impuestos a los más favorecidos. Por el contrario, la extrema derecha culpa a la inmigración de extremar el gasto público en servicios sociales hasta límites insoportables.

El país lleva décadas, casi desde el final de la II Guerra Mundial, convertido en el paradigma de un estado del bienestar, en el que tampoco haya que esforzarse mucho. Encarna ese sueño europeo que está conduciendo a la insignificancia. Desde el año 2000, los franceses disfrutan de una jornada laboral de 35 horas semanales, unas vacaciones pagadas de 30 días laborables y 11 festivos oficiales. El acceso a la jubilación, aunque está aumentando progresivamente tras la controvertida reforma que impulsó Macron en 2023, se mueve en una horquilla entre 62 y 64 años. Permiso de maternidad de 16 semanas y de paternidad de 25 días y permiso por adopción de hasta 22 semanas.

Las familias reciben prestaciones económicas mensuales por hijo, con primas por nacimiento y adopción, ayudas para la vuelta al cole, ingreso de solidaridad de unos 550 euros mensuales, pensiones para mayores de bajos recursos, ayudas para la discapacidad, subsidio de paro y cobertura médica universal.

Francia
¿Es Francia ingobernable?
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Pese a todo esto, los chalecos amarillos incendian las calles, se quejan los médicos, los profesores, los estudiantes, los inmigrantes, los habitantes de las banlieues, los funcionarios. Protesta todo quisqui, al tiempo que el país, que marcó un modelo para muchos otros, se abre en dos y parece incapaz de entenderse para poner remedio a un problema estructural que crece año tras año.

Política cortoplacista

La baguette, esa barra de pan crujiente y de miga blanda, orgullo de cualquier francés, cotiza a la baja en el mercado. Francia, con su grandeur, con su chauvinismo, está contra las cuerdas. Su situación debería preocupar a todos los europeos. Pero no ya sólo, que también, por las consecuencias que para todos tiene su mal pronóstico, sino porque su problema estructural político, económico y social es un reflejo de los males europeos. Una sociedad sobreprotegida, exigente, aburguesada. Una economía endeudada y gastona. Y una política cortoplacista, fragmentada y sin proyecto de país. Mientras tanto, el resto del mundo, cada uno a su manera, aprieta los dientes, cultiva el esfuerzo, apuesta por la innovación, la tecnología, la defensa y la industrialización. Europa necesita repensarse, reconstruirse. Pero no parece que la próxima revolución germine bajo los adoquines de las calles de París.

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