En España sigue habiendo mujeres que pasan años sin un solo día de descanso real. Piden reducir sus vacaciones, trabajan a destajo, encadenan jornadas partidas y hacen malabarismos con los horarios escolares. Las madres solas que sostienen hogares enteros con un único sueldo aparecen en los informes bajo un término neutro, familias monoparentales, pero la palabra que debería usarse es monomarentales: Nueve de cada diez tienen rostro de mujer.
Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística y de la Fundación Adecco, más del 45% de estos hogares vive en riesgo de pobreza o exclusión social, casi el doble que la media nacional. En ellos, cualquier gasto imprevisto —una reparación doméstica, un libro de texto, un abrigo nuevo— puede desbaratar el presupuesto de un mes entero. Son hogares donde la escasez no siempre se traduce en hambre, pero sí en cansancio, ansiedad y un continuo cálculo de supervivencia.
Sin embargo, el relato público tiende a admirarlas: se las presenta como ejemplo de fortaleza, de resiliencia, de amor incondicional. Esas sí son madres de verdad. ¿Cómo puede ser que las mujeres actuales se quieran perder eso? Y mientras tanto, el sistema continúa apoyándose en su sacrificio. España sigue construida sobre el esfuerzo silencioso de las mujeres que cuidan solas, que pagan más por todo —por la vivienda, por los cuidados, por su salud mental— y reciben menos a cambio. La épica del “poder con todo” se ha convertido en una coartada social: la prueba de que, si una puede, el sistema funciona. Pero lo que esas vidas muestran no es eficiencia, sino un sangrante abandono.
La pobreza femenina se produce como consecuencia directa de cómo se reparten el trabajo y los cuidados. En un hogar con dos adultos, las tareas, el tiempo y los ingresos pueden compensarse. En uno monomarental, no hay turnos que alternar ni respaldo económico: cuando esa persona es mujer, suele tener un empleo más precario, un salario más bajo y un techo de cristal más cercano.
Esta paradoja cruel implica que estas madres representen uno de los pilares más estables del tejido social —porque garantizan la crianza, la educación y el futuro de sus hijos— y al mismo tiempo constituyan el grupo más vulnerable del país. Las políticas públicas las reconocen en los discursos, pero apenas en los presupuestos. Las ayudas por hijo a cargo son simbólicas; las becas comedor o de guardería se pierden entre trámites; y los horarios laborales siguen pensados para una familia tradicional que ya casi no existe.
El informe de Adecco de este año describe con precisión el perfil: mujeres entre los 35 y los 50 años, con formación media o incluso universitaria, atrapadas en la trampa de la parcialidad o del empleo temporal. Muchas trabajan en el comercio, la hostelería o los cuidados, sectores feminizados y mal remunerados. Pero incluso quienes acceden a empleos cualificados encuentran los mismos muros: rigidez horaria, falta de conciliación real, ausencia de redes de apoyo. El precio que pagan no es solo económico, sino emocional: viven con la sensación constante de estar al límite, de no llegar nunca a todo.
Hablar de pobreza, en este contexto, no implica únicamente un tema de ingresos. Significa tiempo, el bien más escaso y más desigualmente repartido. Estas mujeres sostienen jornadas dobles o triples: primero trabajan fuera, luego cuidan, luego limpian, luego planifican. Y cuando el reloj marca la medianoche, aún queda el papeleo, la lavadora o la preocupación por el día siguiente. El descanso, entendido como un derecho, les es ajeno.
Mientras tanto, la sociedad les exige gratitud y, si es posible, una sonrisa. Ven en TikTok cómo mujeres con unos ingresos inimaginables para ellas se quejan de lo complicado que les supone tener un segundo hijo, y de lo dura que es la vida. En la publicidad institucional se las celebra como ejemplos de superación. En la vida cotidiana se las juzga si llegan tarde a una tutoría o si no pueden pagar una actividad extraescolar. La idealización es muy práctica, porque evita tener que ayudarlas.
España presume de políticas familiares y de igualdad, pero sus cimientos siguen sosteniéndose sobre un modelo invisible de sacrificio femenino. La maternidad continúa tratándose como una elección privada y no como un hecho social con implicaciones colectivas. Las leyes y los discursos asumen que habrá alguien —una madre, casi siempre— que cubra lo que el Estado y el mercado no alcanzan, que renuncie a horas de sueño para que su hijo pueda estudiar o comer caliente.
La pobreza femenina, por tanto, no es solo económica: es estructural, relacional, simbólica. El cansancio como forma de vida, la culpa como hábito, la invisibilidad como precio de la normalidad. Es el mensaje constante de que no se puede fallar, de que el amor suple la falta de recursos. Y lo más grave: se hereda. Los hijos de esas mujeres crecen en entornos donde el esfuerzo no siempre garantiza recompensa, donde la precariedad se naturaliza y la desigualdad se transmite sin palabras.
Frente a ello, la respuesta política y social sigue siendo tibia. Se habla de natalidad, de conciliación, de empleo, pero casi nunca de redistribuir los cuidados ni de reconocer su valor económico. Se legisla sobre permisos parentales o bonificaciones fiscales, pero se evita abordar lo esencial: que un país que descansa sobre la precariedad de sus madres no puede considerarse un país justo.
Ha llegado el momento de olvidarnos de la resiliencia y garantizar el descanso. Que la fuerza de las mujeres no se mida por su capacidad de aguante y que la justicia del sistema se juzgue por su capacidad de sostenerlas. La pobreza no es una desgracia inevitable, sino una forma de organización social. Y mientras sigamos aplaudiendo a las que sobreviven en lugar de asegurarles una vida digna, seguiremos debiéndoles tiempo, derechos y dignidad.



