Opinión

La vecina del muerto

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Si un minuto es oro en televisión, Antonio Famoso amortizó de sobra su apellido una vez muerto. A costa del descubrimiento de su inexistencia 15 años después de que ocurriese nos han vapuleado, una vez más. ¡Espectadores adormecidos en el sofá, salid del letargo y timbrad al vecino para saber si está bien! No vaya a ser que usted lo esté ubicando fuera, viviendo con su familia o en una residencia y en realidad siga en el piso, ya cadáver, comido por las palomas. Timbre, aunque siempre fuese un tipo taciturno y solitario, que perfectamente pudo irse sin sentir que debía despedirse del resto. Timbre, pese a que su exmujer e hijos tampoco lo hayan hecho en tres lustros. Timbre, no le vayan a afear después el no haberlo hecho como ha pasado con los antiguos convecinos de Antonio.

Estos días, la comunidad del 6 de Luis Fenollet, en Valencia, ha sido erigida en paradigma de la desidia social. “Ya no nos preocupamos los unos por los otros”, han clamado los tertulianos a cuenta del hallazgo, aún cuando los periodistas que se acercaron por el bar de la esquina encontraron al del primero y al del quinto tomando juntos el vermú del domingo. Será que no debían sentirse responsables del olvido que les pretenden. Será que desoyeron el repicar de ese dedo acusador que, desde la pantalla, insiste: ¡timbren!

Antonio, el famoso póstumo, ha servido para que se nos eche en cara que vivimos demasiado en nuestras burbujas, cada vez más de puertas adentro, mirando el móvil para esquivar el contacto con miradas ajenas hasta cuando compartimos ascensor. “Vivimos despreocupados de aquellos que viven y al final mueren en soledad”, acusan en quorum las almas buenas sentadas en un plató. “¡Algo fallo!”, espetan indignados. Y lanzan preguntas al aire para no dejar la tertulia en vacío: ¿los del banco no se dieron cuenta del peculiar cliente que mantenía sus pagos al corriente?, ¿tampoco el ayuntamiento supo del anciano desatendido por los servicios de teleasistencia  o el médico de cabecera del paciente sin chequear? Y vuelven a repicarnos con el dedito insidioso desde el televisor, reclamando respuestas. Será que también les pagan por ello.

Tanto repicaron que despertaron mi interés por las ausencias. ¿Qué fue del felpudo de la puerta 12, piso sexto izquierda, donde vivía el difunto?, ¿y de la planta que ocupaba la gran maceta a su entrada, interrumpiendo el paso a la escalera que sube a la azotea? ¿Quién subió por allí y dejó un vaso de plástico taponando el desagüe antes de las últimas lluvias? ¿Es consciente de que gracias a ese gesto provocó una inundación en la cubierta del edificio que caló desde el  piso de Antonio hasta el quinto que, esta vez sí, estaba habitado? Imaginen que su ocupante, también septuagenaria como Antonio, no hubiera tenido trato con el hijo que luego alertó a los bomberos e informó al vecindario entre el que corrió la noticia, pues toman juntos el vermú. Incluso ese hijo tuvo a bien detallar el relato ante los medios, en lugar de guardarlo para sí, avergonzado como debía estar de no haberse preocupado tanto por el señor Antonio como por su madre. Qué sé yo. No soy tertuliana, pero puestos a fabular… Imaginen que alguien haya guardado las cartas de Antonio durante estos 15 años o incluso las haya abierto al vapor para no dejar rastro de su lectura. Ya les adelanto que, según el evidente trasfondo de la relación rota entre el finado y sus hijos, estos no estuvieron nunca entre los remitentes, ni siquiera para buscar el acercamiento en una misiva.

Pero, piénselo, si oficialmente nadie sabía de tal inexistencia, debió seguir llegando correspondencia para Antonio Famoso y alguien debió recogerla. Hasta sobresaldría por la ranura de ese buzón en el que solo había un nombre y un único apellido. Sin más, piénsenlo también. ¿Cuántos buzones han visto tan escuetos? Sin un segundo apellido ni más compañía. ¿Contemplaron esa realidad? La de que pudo morir solo por elección. Como quien desaparece voluntariamente, alejándose de familiares y amigos sin querer mirar atrás. O incluso que los demás se alejasen de él para poder sobrevivir, poniendo distancia de por medio para extinguir todo vínculo en vida, por pura necesidad. Porque, ¿quién dijo que se tratara de un ser de luz? ¿Quién dijo que mereciera un timbrazo? ¿Quiénes somos nosotros para señalar a la vecina del muerto?