En el catálogo de elementos inéditos que rodean los gobiernos de Pedro Sánchez, el presidente más anómalo de la historia de nuestra democracia, se encuentra su trato con La Zarzuela y con el actual monarca. Sánchez, en su afición por arramplar con todo lo que funciona y convertir el Estado en un engranaje que viva en continua tensión entre instituciones, ha decidido enrarecer y enturbiar las relaciones entre el Ejecutivo y la Monarquía.
Nada tiene que ver el republicanismo con la irresponsabilidad, ni los ideales con el saber estar. Ejemplos hay miles de políticos que jamás creyeron en La Corona, pero que, por decoro institucional y un profundo sentido de Estado, supieron comportarse y mantener la profesionalidad en pos del buen funcionamiento del país. Claro, cierto es que eran otros tiempos, y otros perfiles que superan por mucho la bonhomía y el liderazgo que demuestra el hermano del pianista, el marido de la catedrática sin graduado. Aquellos políticos no eran camellos de polarización ni llevaban atados a su tobillo las losas pesadas de unos socios insaciables. No tenían su futuro comprometido a la necesidad del estancamiento ni vivían únicamente de gestos vacuos, de poses de veinte duros.
Es por ello por lo que Sánchez, en su tóxica deriva podemizadora, en sus cuentas de la lechera para engullir la panterita rosa que él mismo fabricó, trata de hacer cada vez más incómoda y pueril su relación con el Rey. Aprovecha cualquier situación para intentar ningunearlo, para hacerlo de menos, para recortar su capacidad de acción e intentar presentarlo como un elemento floral y anticuado que sobra, sobe todo estando él. Sánchez actúa como si fuese de facto presidente de su República imaginaria. Lo que ocurre, como suele pasar en la vida, es que este tipo de comportamientos en el que uno intenta hacerle la cama a otro cuando tiene sus sábanas sucias y arrugadas, es que termina siendo más perjudicial para el que pone la trampa que para el destinatario del desprecio.
Hubo un tiempo en el que Sánchez quiso ponerse a la altura del Rey, que quiso jugar al juego de compararse con él, de medir su ego e intentar ser capaz de quedar por encima suya. Quedan para el recuerdo aquellas recepciones del 12 de octubre en las que se quiso saltar la liturgia y ocupar un lugar que no le correspondía y tuvo que ser reprendido por los trabajadores de protocolo. También fue muy sonada otra imagen en la que el líder de los socialistas se puso a departir delante del monarca con las manos en los bolsillos, como si en vez de presidente del Gobierno fuera un futbolista que charla con sus compañeros mientras comprueba el césped del estadio en el que van a jugar. Todo aquello, como hemos dicho, forma parte de esa colección de gestitos, de brindis a su parroquia más niñata, pero nada más que eso. Chulería sin sustancia.
No obstante, ese tiempo ya se acabó. Y acabó el día en el que Felipe VI, sin querer, sin planearlo, sin ni siquiera intención, lo humilló públicamente y le dejó grabada en su carrera política una mancha imborrable para la que no existe detergente propagandístico ni maquillaje marketiniano. Una cicatriz en forma de imagen que ya estará asociada para siempre en el currículo de un tipo que cuida hasta el milímetro cada detalle de su proyección pública. Sí, hablamos de aquella mañana gris de Paiporta en la que el pueblo valenciano explotó de rabia y de impotencia, esa misma jornada en la que el Rey, mientras le llovían barro y todo tipo de objetos, decidió decirles a sus escoltas que cerraran sus paraguas y aguantó el chaparrón de ira justificada de una ciudadanía que se sintió abandonada. Esa misma mañana en la que, mientras el Rey hacía un despliegue y una demostración de liderazgo, sobriedad y valentía, Pedro Sánchez salió por patas sin echar la vista atrás, con la sombra de la cobardía cerniéndose sobre él. Ya, ya sé que hay mucha gente que dirá que hizo bien en ser evacuado, que es lo que tocaba, lo responsable, y yo no estoy poniendo eso en duda. Solo pongo de manifiesto lo que ocurrió, Felipe se quedó y se erigió como el pilar sobre el que se sostuvo la nación en aquellas horas críticas, y Sánchez se marchó montando luego una campaña absurda y vomitiva en la que intentó justificar su huida queriendo hacer creer a la opinión pública que una horda de nazis iba tras él.
La realidad es que Sánchez, bien es sabido por todos, es un hombre rencoroso. Y esa espina en su orgullo de Paiporta la tiene clavada hasta el fondo. No solo por la escena en sí, sino porque fue la constatación de que había dejado de poder pisar la calle sin ser abucheado e increpado. Desde entonces, solo ha coincidido con el Rey en contadas ocasiones como en la Conferencia de Presidentes de diciembre del año pasado o en el 40 aniversario de la entrada de España en la UE. Vimos, por ejemplo, como el Jefe del Ejecutivo decidió no acompañar al Rey al funeral del Papa Francisco y volvimos a comprobar la nula sintonía entre instituciones el 28 de abril, el aciago día del Apagón, por el que por cierto aún nadie ha dimitido. En aquellas horas de descontrol e incertidumbre, Felipe VI acudió a La Moncloa para presidir la reunión extraordinaria del Consejo de Seguridad Nacional.
Ayer, Felipe y Letizia comenzaron una gira por las zonas afectadas por los incendios de este agosto para olvidar. Sánchez ha decidido delegar en sus ministros el papel de acompañantes, parece que él tiene cosas mejores que hacer. Como cuando estuvo en La Mareta hasta el 17 de agosto, esperando no se sabe aún muy a qué para activarse. Fue Felipe quien primero llamó a todos los presidentes autonómicos, quien estuvo intentando, desde su posición coordinar una respuesta. Se cuenta que estaba impaciente por entrar en acción, pero tuvo que esperar, alucinando, a que Sánchez tuviera a bien aparecer. Pedro le tiene miedo al Rey, por eso no le acompaña. Porque mientras uno puede pisar la calle y mirar a los ojos a los ciudadanos, el otro solo ha ido a las zonas afectadas y se ha movido por un círculo reducido, sin entrar en contacto con los vecinos de la zona. Y eso, el no poder relacionarte con el pueblo que gobiernas, es sintomático e irreversible.